2. La señora Irene

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Una semana después, yo esperaba en la sala de estar, muy nervioso, vestido de colegiala, tal como lo había decidido mi tía: falda tableada de cuadros blancos, azules y rojos, larga hasta por encima de las rodillas; camisa blanca de seda, con mangas largas abullonadas; y cuello peter pan de puntas redondas, con puntillas; calcetines tres cuarto de algodón blanco, y zapatitos guillermina de charol negro, de taco bajo. Mi tía me había aplicado con mucho esmero un poco de rubor en las mejillas y un poquito de carmín en los labios. Solamente eso; lo necesario para darme la apariencia de una niña tempranamente adolescente, una colegiala. Mi cabello rubio se veía brilloso y suavemente ondulado, adornado con un gran moño de seda roja. Me veía como una adorable muñequita.
     Estaba muy angustiado, pues no sabía demasiado qué pasaría, qué impresión causaría, si la mujer se reiría de mí, o qué. Mi tía, por el contrario, estaba muy entusiasmada; me había dicho que debía mostrarme muy obediente, sumiso, manso y dócil, para causarle una buena impresión. La señorita Casey había hecho especial hincapié en ese aspecto, y mi tía le había asegurado que yo era una auténtica niñita, muy sissy, aunque aún tuviera mucho que aprender. Cuando viera mi forma de ser, qué dulce niña era, aseguró mi tía, la señorita Casey quedaría encantada, y deseosa de hacer su trabajo. Sonó el timbre y mi tía corrió a atender la puerta.
     Cuando Irene Casey entró en la sala, acompañada por mi tía, me quedé mirándola; era una mujer con un fuerte aire de autoridad, apenas más baja que mi tía, barbilla prominente y unos ojos que imponían respeto. Aparentaba unos cuarenta años. Pude darme cuenta que, por debajo de su aspecto sobrio y severo, la señorita Casey era una bella mujer. Lo cual sólo sirvió para aumentar mi turbación y vergüenza, dado el modo como estaba yo vestido. Irene Casey vestía un trajecito sastre de sarga gris oscuro, y llevaba el cabello azabache recogido en un rodete. En una palabra, una mujer de carácter, una auténtica institutriz inglesa de la era victoriana.
     Después de unos momentos de duda, me acerqué a darle la mano con una sonrisa tímida y forzada. Sin embargo, mi sorpresa fue mayúscula cuando me detuvo en seco.
     —¿Es ésa la manera de saludar? ¿Así es como saluda una niñita?  —me dijo, clavándome una mirada tan dura que me dejó paralizado.
     —Marianela —intervino mi tía—, una niña educada nunca saluda dando la mano, sino haciendo una reverencia, tal como lo has hecho muchas veces conmigo.
      Las mejillas me hervían de la vergüenza que sentía. Una cosa era hacer de niñita ante mi tía, y otra hacerlo ante una persona extraña, encima una mujer atractiva.
      Sin embargo, obedeciendo a mi tía, bajé la mirada, coloqué los pies muy juntos y flexioné un poco las rodillas, al tiempo que, aguzando la voz,  decía:
     —Buenas tardes, señorita Casey.
     Para entonces, mi flamante institutriz había tomado asiento, y me observaba de arriba a abajo, con sus largas piernas cruzadas y los brazos en los apoyabrazos del amplio sillón. En tanto, yo permanecía delante de ella, muy turbado, sin saber qué hacer, con la mirada clavada en el piso.
     —Eso está muy bien —dijo al cabo de un rato—. Una niña bien educada debe mantener en todo momento la mirada gacha. Debe ser natural en ti, que no se te olvide.
     La señorita Casey, como muchos educadores, hablaba de "tú", no de "vos", lo cual mereció una mirada de aprobación por parte de mi tía.
     —En cuanto a la forma de saludar —continuó la señorita Casey—, no estuvo mal, pero se puede mejorar. Lo primero que una niña bien educada debe aprender es a saludar. ¿De acuerdo, Marianela?
     Asentí con la cabeza, muy avergonzado por la situación, y muy intimidado por la fuerte personalidad de la institutriz.
     —¡Debes responder cuando se te habla, niña Marianela! —me espetó con su tono autoritario.
     —Sí, señorita Casey —fue todo lo que atiné a decir, haciendo un puchero.     
     —Ahora pon atención, Marianela.
     —Sí, señorita Casey.
     Siguiendo sus indicaciones, puse los brazos a los costados, con los codos pegados a los lados del cuerpo y las manos entrelazadas delante del ombligo, los pies muy juntos y flexioné las rodillas, al tiempo que decía, con voz suave y la mirada gacha:
     —Buenas tardes, señorita Casey.
     No pude evitar sentirme extremadamente ridículo, pero la señorita Casey continuó implacable...
     —Eso está mejor, pero debes hacerlo con movimientos más suaves. Una niña educada deber ser un dechado de suavidad en todos sus movimientos. ¿Has entendido, niña Marianela?
     —Sí, señorita Casey.
     —Bien. Tienes mucho que aprender, niña, por lo que estoy viendo —dijo la señorita Casey—. Para empezar, una niña bien educada debe ser extremadamente respetuosa y educada con todo el mundo. De ahora en más, deberás dirigirte a tu tía tratándola de "usted". Siempre deberás tratar a las demás personas de "usted".
     —Sí, señorita Casey —dije, volviendo a hacer la reverencia de niñita.
     —Y ya no será simplemente "tía", sino "tía Gertrudis".
     —Sí, señorita Casey —dije, volviendo a hacer el saludo.
       —En cuanto a mí, seré para ti la "señora Irene". ¿Has entendido, niñita Marianela?
     —Sí, señorit... señora Irene.
     —Y en cuanto a ti, siempre deberás referirte a ti misma en femenino. Debe brotarte de manera natural, espontánea.
    —Sí, señora Irene.
    Yo permanecía de pie, con los pies muy juntos y las manos entrelazadas por delante del ombligo, con los codos pegados a los lados.
    —Bien. Ahora repite lo siguiente: "Mi nombre es Marianela, y soy una linda nena, que sólo quiere estar bonita para agradar a tía Gertrudis y gustar a los chicos". Repítelo con la voz más femenina que puedas.
     —Mi nombre es Marianela, y soy una linda nena que... que...
     —¡Que sólo quiere estar bonita...! —rugió la señora Irene.
     —...que sólo quiere estar bonita para… para... que sólo quiere estar bonita para...
     —¡Para agradar a mi tía Gertrudis y gustar a los chicos! —volvió a rugir la señora Irene. 
     —...para agradar a mi tía Gertrudis y gustar a los chicos —concluí al fin, con los ojos llenos de lágrimas.
     —Ahora repite todo de vuelta, sin equivocarte —dijo la señora Irene sin la menor conmiseración.
     —Sí, señora Irene —dije.
     Me absorbí los mocos y recité, procurando no equivocarme:
     —Mi nombre es Marianela y soy... una linda nena que... sólo quiere estar bonita para... agradar a mi tía Gertrudis y... gustar a los chicos...
     —Eso está mejor —dijo la señora Irene, con gran alivio de mi parte—. Veo que deberemos pulir mucho tu modo de hablar. Desde mañana comenzaremos a trabajar en tu voz y tu entonación. No basta con afinar la voz. La entonación es lo más importante. Una niña debe hablar como tal, con suavidad, como una señorita, muy mujercita. Los hombres sueltan las frases rápidamente, en forma entrecortada, como si estuvieran dando hachazos, o dando órdenes. La mujer habla pausadamente, con dulzura, estirando las vocales y algunas consonantes. Una niñita, además, debe hacerlo en voz baja, en un susurro, con gran timidez. Pero ya trabajaremos en ello.
     La señora Irene volvió a mirarme de arriba a abajo, en tanto yo pensaba que, de acuerdo a su propia descripción, su modo de hablar parecía más propia de un hombre...
     Enseguida, la señora Irene agregó, señalando una silla que había detrás de mí:
     —Bien, ahora desnúdate completamente, deja la ropa en aquella silla.
     Semejante orden me dejó mudo. A duras penas pude balbucear:
     —Sí, señora Irene...
     Empecé a desabotonarme la blusa, muy lentamente, con manos que no me respondían.
     —¿Es que te da vergüenza desnudarte, nenita Marianela? ¡Obedece, y apresúrate!
     Dije: "Sí, señora Irene", y empecé a desnudarme, con las lágrimas saltándome de los ojos. Fui dejando sobre la silla mi blusa blanca de seda, mi pollera a cuadros, mis medias tres cuartos y mis zapatitos guillermina. Y mi bombachita rosa con puntillas. Cuando estuve completamente desnudo, me ordenó que me acercara. Me acerqué temblando, de la vergüenza que sentía de tener que mostrar mi cuerpo; además, completamente depilado.
     —Ahora ve dando vueltas sobre ti misma, niñita Marianela —continuó mi institutriz—, para que pueda observarte. No pares hasta que te lo diga.
     —Sí, señora Irene —dije.
     Empecé a dar vueltas sobre mí mismo, como se me había ordenado.
     Después de un rato, me ordenó detenerme.
     —Ahora, pon las manos encima de la cabeza.
     —Sí, señora Irene.
     Así debí permanecer un buen rato, mientras ambas mujeres iban haciendo comentarios, algunos de los cuales me hacían ruborizar.
     —Ahora camina a lo largo de la sala —me ordenó la señora Irene—, con los codos bien pegados al cuerpo y las manos juntas delante, como se te ha enseñado. Debes caminar con las piernas muy juntas, dando pasitos cortos. Así es como camina una niñita muy sissy.
     —Sí, señora Irene —volví a contestar, sintiéndome muy desdichado.
     Empecé a caminar hacia una de las paredes, intentando hacerlo como me lo habían indicado. Giré y caminé hacia la ventana, después vuelta a girar hacia la pared; y así una y otra vez durante un buen rato, indeciblemente avergonzado, viendo las medias sonrisas de ambas mujeres.
     —Mueve un poco el culito, nenita Marianela —me ordenó la señora Irene.
     —Sí señora Irene —dije, intentando obedecer.
      Después de un rato, que se me antojó inacabable, mi flamante institutriz me ordenó detenerme. Permanecí delante de ambas mujeres, con las mejillas coloradas como dos tomates maduros, la mirada baja, con mis manos juntas delante de la cintura y mis codos pegados al cuerpo
     —¡Así me gusta, Marianela, toda una niñita! —me espetó la señorita Irene, mientras mi tía Gertrudis esbozaba una amplia sonrisa.
     Mi institutriz continuó.
    —Ve hasta aquella pared, y vuelve a caminar hacia aquí, caminando como se te ha enseñado, ¡y no te olvides de mover el culito!
     Obedecí, abrumado por la situación, haciendo un esfuerzo titánico para no romper a llorar.
     Cuando me tuvo a su alcance, la señorita Irene comenzó a pasar sus manos por mis piernas y pecho, tironeando de mis pezones; eran unos toqueteos que lo único que pretendían era hacer una valoración profesional de mi cuerpo.
     Después de las piernas y el pecho, me ordenó girar, y empezó a estrujarme las nalgas, y a toquetearme la espalda y las piernas. Cuando finalizó, me ordenó ponerme de frente y observó mi pene y mis testículos, haciendo a mi tía Gertrudis un comentario al oído, comentario que la hizo sonreír. 
     Por fin me ordenó vestirme, cosa que hice presurosamente, con lágrimas corriéndome por la cara.
     La señora Irene se puso de pie.
     —Bien, Marianela. A partir de esta noche comenzaremos con tu educación.
    —Sí, señora Irene —dije.

Continuará

Por no poder ser masculino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora