3. Lecciones de señorita

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La señora Irene quiso de inmediato conocer mi habitación. La misma había sufrido, en estos cuatro meses, no pocas modificaciones. A partir de algunas compras que había ido realizando mi tía, la cama se veía ahora con una bonita colcha de raso satinado rosa bebé, con flores bordadas en hilo blanco y amplios volados en los bordes. Sobre la misma podían verse algunos almohadones muy ornamentados, y varios peluches, principalmente dos grandes peponas (muñecas de paño, muy vistosas) y un osito verde agua.
     —Desde mañana comenzaremos a redecorarla, para que se vea más de acuerdo a como debe ser la habitación de una niña tan sissy como Marianela... —fue el comentario de mi institutriz.
     La señora Irene quiso observar a continuación mi guardarropas de niña. En general, aprobó todo lo que allí encontró, en especial los bonitos camisoncitos de niña que mi tía me había comprado, de tela muy ligera, hasta por encima de las rodillas, con breteles muy finitos. También las pantuflas rosadas con florcitas.
     En cuanto a la propia señora Irene, esa misma noche se instaló definitivamente en nuestra casa. Mi tía le destinó un conjunto de dos habitaciones muy amplias y bien amuebladas en la planta baja. Aunque formaban parte del chalet y tenían comunicación con él, tenían su propio baño y una pequeña cocina, además de entrada independiente desde el exterior, por lo que  en cierto modo era una casa por separado.
     Esa noche cenamos las tres juntas por primera vez. La señora Irene aprovechó la ocasión para continuar implacablemente con mi educación de señorita.
     —Antes de que te sientes a la mesa, quiero ver cómo lo haces —dijo, tomando una silla y colocándola delante de ella—. A ver, quítate el vestido, los zapatos y las medias, Marianela.
     Muy cohibido, obedecí. Quedé sólo con mi bombachita de niña.
     —Siéntate en la silla, como lo haces normalmente.
     Me senté, procurando hacerlo con compostura. Junté bien los pies y las rodillas, manteniendo los muslos bien juntos, como una señorita. Supuse que recibiría una cálida felicitación.
     —No, no y no... Es un verdadero desastre... —comentó la señora Irene, haciendo un rictus—. Una señorita educada debe mostrarse sumamente pudorosa, Marianela. Cuando una niña muy sissy se sienta, su primer pensamiento es juntar sus piernas, bien prietas, a fin de ocultar su tesoro de las indiscretas miradas masculinas. Es instintivo en una niña, sin importar el tipo de ropa que lleve puesta, o en qué lugar o circunstancias se encuentre...
     —Sí, señora Irene —dije.
     Estaba bastante confundida. ¿Acaso no era precisamente eso lo que yo había hecho, juntar bien la piernas? ¿Cómo podría juntarlas más...?
     —Pon una mano sobre la otra, y ambas sobre tu regazo, exactamente como si estuvieras protegiendo tu pubis. Y pega bien los codos a los costados del cuerpo, como ya has aprendido. Muy bien, Marianela, no está mal. Así es como se sienta una niñita muy sissy como tú.
     Tía Gertrudis seguía estas alternativas con verdadero interés, con una sonrisa de entusiasmo en el rostro, sin poder ocultar su admiración por la señora Irene, por todo lo que sabía, y por la gran seriedad con la que estaba haciendo su trabajo. Por fin pude vestirme.
     Pero todavía quedaba un detalle, antes que la señora Irene me permitiera sentarme a la mesa. Las tres nos dirigimos a la cocina, donde la carne al horno con cebollas y papitas que había preparado tía Gertrudis ya estaba casi a punto.
     La señora Irene, tras elogiar lo amplio y acogedor de la cocina (era verdad), y lo bien que olía la comida (también era verdad) se dirigió en línea recta hacia el perchero, del que colgaban tres delantales. Eligió el más primoroso —blanco con corazoncitos rojos y voladitos celestes en los bordes— y me ordenó colocármelo sobre mi uniforme de colegiala.
      —Es importante que una niñita se muestre servicial y hacendosa —explicaba la señora Irene a tía Gertrudis—. De ahora en más, Marianela, todo el tiempo que permanezcas en casa, el delantal de cocina será parte de tu atuendo cotidiano, que siempre deberás llevar encima de la ropa que tengas puesta.
     —Sí, señora Irene —dije, con la mirada gacha.
     Ya con mi delantal de cocina, la señora Irene me ordenó retirar la carne del horno, mientras ella y tía Gertrudis volvían al comedor y se sentaban a cenar.
     Hice lo que se me ordenaba y me dirigí con la bandeja hacia la mesa.
    Aunque en teoría las tres estábamos sentadas a la mesa para cenar, en la práctica debí pasar la mayor parte del tiempo yendo y viniendo de la cocina, llevando y trayendo una cosa o la otra.
     Y aunque en teoría estábamos las tres reunidas para conversar, en la práctica se me permitió hablar muy poco. La señora Irene me recordó que debía permanecer con la mirada gacha, como una tímida niñita, y casi siempre que pedí permiso para decir algo, el mismo me fue negado.
     Y las contadas veces que se me permitió decir algo, la señora Irene aprovechó la ocasión para  comenzar las lecciones de dicción y entonación.
     —Una niñita no habla así, Marianela —dijo mi institutriz—. Una niñita habla con suavidad, como si temiera avasallar algo. Debes alargar algunas vocales y consonantes, para dar dulzura y blandura a tu voz.
     La señora Irene dejó sus cubiertos sobre el plato.
     —He traído conmigo el famoso curso Finding your female voice de Andrea James, y el método de Melanie Anne Phillips, ambos para desarrollar la voz femenina. Son unos ejercicios por demás interesantes, que nos ayudarán mucho.
     No había duda que Irene Casey era una mujer muy eficiente, y que había estudiado el terreno con minuciosidad antes de aceptar el trabajo. Tía Gertrudis escuchaba todo esto muy impresionada, con un respeto reverencial, convencida de haber hallado a la mejor institutriz del mundo.
     —Pero probemos un poco —dijo la señora Irene—. Ahora repite: "Me llamo Marianela". Procura modular la voz, sosteniendo la eme de "llamo", y la a y la ene de "Marianela". Y no grites. Debes acostumbrarte a hablar en voz baja, como corresponde a una niña muy sissy.
     Intenté hacerlo, con la mayor suavidad posible.
     —Me llammmo Mariaaannnela.
     —No está mal, por ser la primera vez —dijo la señora Irene—. Deberemos practicar mucho, con los métodos que he mencionado, para encontrar el timbre de voz apropiado, quitando esas asperezas y esas desagradables resonancias masculinas, graves, cavernosas, al final de la frase. Y además, conseguir que tu entonación no sea tan monótona, sino más cantarina, más dulce. Ahora dí: "Sí, señora Irene". Procura sonar con suavidad, que tus palabras no golpeen, que acaricien como el terciopelo; alarga la ese inicial, y la eñe.
     Me preparé, y dije, casi en un susurro:
     —Ssssí, señññora Irene.
     A partir de esa noche, se me tuvo terminantemente prohibido hablar de otra manera, cualesquiera fueran las circunstancias, so pena de recibir un severo castigo  (aspecto éste que tocaré más adelante).
     Todas las noches, la señora Irene permanecía una hora en mi habitación, asegurándose de que yo realizara mis ejercicios de timbre, modulación y entonación. Y luego, ya en camisón, bien sentada como una niñita al borde de mi cama, debía practicar ante ella lo aprendido, repitiendo frases, y siendo corregida siempre enérgicamente.
     Lenta e inexorablemente, bajo la férula de la señora Irene, mi voz, mi modulación y mi entonación fueron modificándose profundamente. A tal punto, que cada vez me era más dificultoso recuperar mi timbre y entonación masculinas. Mi voz se volvió una media octava más aguda y desaparecieron las resonancias graves. Y, sobre todo, mi modo de hablar, en modulación, entonación, rapidez y volumen, adquirió una calidad blanda y mórbida, totalmente despojada de cualquier indicio de fuerza, dureza o masculinidad; el modo de hablar propio de una niña.
     Otro tanto ocurrió con mis posturas. Mi manera de estar de pie, de sentarme, y de caminar como una niña se volvió natural en mí, a menos que deliberadamente la reprimiera.  

Continuará

Por no poder ser masculino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora