10 De niña a mujer

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     Por la mañana, tía Gertrudis había salido de compras. Volvió con tres conjuntos de corpiño y bombacha. Dos blancos y uno rosado, todos de encaje. Las copas de los corpiños eran pequeñas, por supuesto. Mis modestos pechitos aún distaban mucho de poder llenarlas. Pero como las tazas estaban muy armaditas y venían con bastante almohadillado, el corpiño me hacía un poco de busto, una vez vestida. "Push up", había dicho mi tía, sin que yo supiera qué significaba, salvo que solían usarlo las mujeres con poco busto. Tal vez más adelante tuviera que cambiarlos por otra medida, conforme mis pechos fueran creciendo.
     —Muy bien —dijo la señora Irene al verlos—. Bonitos y femeninos, pero no tan sugerentes, como corresponde a una niña que está recibiendo una buena educación.
     —A ver, nena, quiero que te pruebes lo que te compré.
     —Marianela —intervino la señora Irene—. Dale las gracias a tu tía Gertrudis por haberte comprado esos bonitos conjuntos de corpiño y bombacha.
      —Gracias, tía Gertrudis, por haberme comprado estos bonitos conjuntos de corpiño y bombacha.
     Muy contenta, tía Gertrudis abrió una de las cajas y extrajo un paquete de celofán. Lo rasgó y extrajo un corpiño blanco de encaje, con el detalle de una florcita de adorno entre ambas copas.
     —Espero haberte tomado bien las medidas, nena —dijo mi tía—. Por suerte siempre has sido bastante delgadita,  no tienes el tórax de Tarzán. Son talle 90 A, tipo push up, bien armaditos y con bastante relleno, desmontables. Te vendrán bien hasta que te crezcan un poco más. Quítate el delantal, tesoro, y la blusa.
     Hice lo que me ordenaban, quedando con mi pollerita de raso celeste.
     Tía Gertrudis me ordenó extender los brazos hacia adelante y deslizó el corpiño hasta llegar a mi pecho. Lo dejó colgando de los breteles y fue por detrás. Allí unió ambas partes en la espalda con los ganchillos, y luego ajustó un poco los breteles, hasta que quedaron bien pegaditos a mis hombros.
     Por supuesto, mis incipientes pechitos apenas  llenaban las copas. Se sentía extraño. Mi primer corpiño...
     —¿Te ajusta mucho, querida? —quiso saber tía Gertrudis.
     Asentí. Era verdad. Tenía la sensación de no poder expandir bien los pulmones.
     Mi tía fue por detrás y ajustó los ganchillos en una medida más grande.
     —Un poco deberás acostumbrarte —dijo la señora Irene.
     —A ver, tesoro, quítate la falda y las braguitas, así te pondremos el conjunto completo.
     Resignadamente me saqué la pollera y la bombacha. Tía Gertrudis me alcanzó la bombacha nueva y me la puse yo misma.
     —Tal vez te ajuste un poco de cintura, eso siempre se puede solucionar —comentó mi tía, que era muy habilidosa para la costura.
     Cuando estuve lista, tía Gertrudis me llevó ante el espejo. Verme allí, en corpiño y bombacha, fue demoledor.
     —¡Marianela, estás preciosa! —dijo mi tía, exultante—. Nena, ¿estás contenta?
     No supe qué contestar.
     —¡Responde a tu tía Gertrudis, Marianela! —me urgió la señora Irene en tono autoritario.
     —Sí, tía Gertrudis —dije—. Estoy muy contenta...
     Luego de otros comentarios elogiosos por parte de mi tía, y alguno de la señora Irene, se me permitió volver a vestirme. Quedé igual que antes, salvo que ahora, con el corpiño almohadillado debajo, mi torso presentaba un poco de busto. Mi tía desbordaba de satisfacción.
     —Ahora debemos ocuparnos de la ropa de varón, que ya no necesitará —dijo a continuación la señora Irene—. Sólo conservaremos en el altillo un par de pantalones y camisas y un saco y una corbata, además de un par de zapatos, por si acaso. En cuanto a la ropa interior, nos desharemos de ella.
      Y con media sonrisa, añadió:
      —Si alguna vez tuviera que ir de muchacho por alguna razón, puede llevar perfectamente la bombacha debajo.
     Después que la señora Irene se hubo ido, llevándose toda mi ropa de varón, tía Gertrudis y yo recogimos los posters y demás elementos que ya no formarían parte de mi habitación. Mi tía, advirtiendo la tristeza con la que yo miraba por última vez alguna de esas cosas, me acarició la cabeza y me dijo:
     —Marianela, querida, quiero decirte que te estás portando muy bien. A pesar de nuestro tono severo, quiero que sepas que tanto Irene como yo valoramos el esfuerzo que estás haciendo para asumir tu nueva condición. Y estoy segura que serás más feliz a partir de ahora, aunque en ocasiones te sientas confundida o dubitativa.
     En cuanto a mi tratamiento, una vez las hormonas comenzaron a hacer su trabajo, ya no se detuvieron. Día a día, podía apreciar cómo mis pechos iban asomando, al tiempo que mis pezones se iban engrosando. Dos días después de descubrir lo de mis pechos, noté por primera vez un mayor abultamiento en mis nalgas. Llevé mis manos a la parte de atrás y palpé, paf, paf... Sí, estaban más abundantes. ¿Hasta dónde continuaría este proceso?
     Contrariamente a los que yo esperaba, el tratamiento prescripto por la señora Irene no cambió en absoluto. Debí continuar aplicándome las cremas y el gel y tomando las pastillas, dos veces por día.
     Dos días después, un lunes a la noche, debí preparar todo para la cena, como siempre. Obediente, fui a poner la mesa. Mi tía echó una ojeada a mi trabajo; me corrigió algunos detalles y me felicitó, dándome ánimos para continuar mejorando. Después volví a la cocina a ayudar con la comida.
     —Una niña que se precie de tal debe ser una excelente cocinera, además de volverse diestra en todas las labores de la casa —había dicho la señora Irene.
     Por el momento, sin embargo, yo cocinaba poco y nada, ya que no confiaban mucho en mis habilidades culinarias; pero tía Gertrudis me iba enseñando de a poco, mientras me encomendaba trabajos sencillos: pelar las papas, aderezar las ensaladas, etc.
      Si bien yo me senté con ellas a comer, me dediqué principalmente a recoger platos y llevarlos a la cocina, y traer las cosas que mi tía y la señora Irene necesitaban. Durante la comida, la señora Irene y mi tía bebieron vino, en tanto yo solamente gaseosas, pues tenía terminantemente prohibido beber alcohol de cualquier tipo.
     Durante estas cenas, la señora Irene aprovechaba para poner a mi tía en conocimiento de las etapas que tenía previstas para mí. Ambas conversaban muy animadamente sobre estas cuestiones, aunque a mí se me permitía participar poco y nada.
     —Gertrudis, ya es hora que la nena comience a crecer. Creo que su etapa como niña ya ha sido cumplida exitosamente. Es hora que se convierta en una adolescente, una jovencita. Ello le permitirá tomar contacto con el mundo, ya como una jovencita, y ayudará mucho a que asuma su nueva condición —decía la señora Irene—. Sería bueno que a partir de ahora comenzara a acompañarte a realizar las compras.
     Hasta ahora, tía Gertrudis y la señora Irene me habían tratado y educado como si yo fuera una niña, una púber de trece años. Ahora, tía Gertrudis y la señora Irene consideraron que ya era tiempo de que pasara a ser una jovencita.
     Pero aún faltaba un paso más.
     —Debemos comenzar con las sesiones de depilación definitiva. La navaja para su cara todos los días, las cremas depilatorias para sus piernas cada tres días, y todo eso, no sólo son una pérdida de tiempo innecesaria, sino que además son un nefasto recordatorio de su antigua condición de varón. Debemos solucionar eso lo antes posible.
     En principio, la señora Irene consideraba que el único pelaje que debía conservar era el propio de una niña: el cabello y las pestañas...
     —En cuanto a la pilosidad en cejas, axilas y pubis, lo veremos en su momento. —acotó la señora Irene—. En mi opinión, también convendría que fuera removida. Sin embargo, depilarse las cejas, afeitarse las axilas y realizarse cavado en el pubis, son actividades propias de una mujer, lo que podría tener un efecto benéfico en Marianela, al tener que realizarlas.
     —Perfecto, Irene —acotó mi tía—. Tengo mucha confianza e intimidad con Zulma, mi peinadora de toda la vida, dueña de un salón de belleza en el barrio de Belgrano. De hecho, le he comentado en confianza la situación de Marianela, es decir, de Raúl. Y no tendrá inconveniente en ayudar a Marianela a estar más bonita.
     —Bien, Gertrudis, entonces podríamos planear ya mismo la primera salida de Marianela, en cuanto consigas turno con la señora Zulma.
     ¿Salir? ¿Salir a la calle, como una chica? Yo no estaba segura de estar preparada. O mejor dicho, estaba segura que aún no lo estaba... Pero la señora Irene no sólo lo consideraba conveniente, sino imprescindible.
Continuará

Por no poder ser masculino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora