1. Tía Gertrudis

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Mi nombre es Raúl, o al menos lo fue hasta no hace mucho.
     He vivido desde los tres años de edad con mi tía Gertrudis, que se hizo cargo de mí cuando murieron mis padres. Luego del accidente, mi tía Gertrudis, hermana de mi madre, se hizo cargo de mí y me crió como su hijo.
     Tía Gertrudis es española, de ascendencia alemana, de aspecto severo e imponente, tanto en su apariencia como en la firmeza de su voz. Es un tanto seca de carnes y sobrepasa el metro setenta y cinco. Ella, mi madre y mis abuelos llegaron a Argentina en los años cincuenta.
     Una sucesión de herencias la dejaron en una holgada situación económica, viviendo cómodamente de rentas, y he vivido siempre con ella, en un confortable chalet en la elegante zona residencial de Vicente López, en las afueras de Buenos Aires. Es aquí donde comienza mi historia.
      Mi tía siempre ha sido un poco anticuada y algo excéntrica, pero muy firme y segura en sus decisiones. Nunca se casó, y me crió con afecto y devoción, aunque con gran estrictez y un criterio exageradamente posesivo. Tal vez debido a ello, yo nunca pude desarrollar un espíritu independiente. Por el contrario, aunque he recibido una esmerada educación (o acaso precisamente por ello) siempre he sido tímido y apocado.
     Recuerdo que desde pequeño y hasta que tuve dieciocho años, antes de ir a la cama debía enseñar a mi tía mis manos y mis pies, que debían estar perfectamente limpios y acicalados. Y si me marchaba corriendo, me detenía diciendo:
     —No, Raulito, un niño educado nunca corre.
     Con semejante tipo de educación no resulta extraño que, pese a mis diez años de buen desempeño en la empresa, nunca haya podido prosperar demasiado. Compañeros menos preparados y aplicados que yo, pero más audaces y decididos, terminaban siempre quedándose con las mejores oportunidades.
      Debo decir que, aunque mi tía me amaba muchísimo, y siempre me lo demostró, siempre lamentó que yo fuera un varón. Su mayor anhelo era tener una niña, aunque el destino nunca le dio esa oportunidad. Tal vez algo de ese deseo haya influido, quién sabe, en el tipo de crianza que recibí.
     Hace un par de años, volví una tarde muy frustrado del trabajo, como siempre. Tenía por entonces 27 años y, por enésima vez en ocho años, me habían ignorado por completo en la empresa, a la hora de promover a un  importante puesto a un empleado. En esta oportunidad, para peor, la elegida fue una compañera, más joven que yo, que ni siquiera contaba con la mitad de mi antigüedad en la empresa. Necesitaban a alguien con decisión y personalidad, con espíritu de iniciativa y capacidad de liderazgo, por lo que consideraron que esta chica, pese a su juventud, se desempeñaría mejor que yo.
     En medio de mi frustración, mi tía me acarició la cabeza y, con su acento madrileño, me dijo:
     —¿Raúl, tesoro, para qué necesitas el empleo? Estamos solos, tú y yo. Y mi renta, y el dinerillo que tú has ahorrado en estos años, bastan y sobran para los dos.
     De pronto me tomó de la mano, me llevó a su habitación, y me hizo sentar al borde de su cama.
     —Tal vez buena parte de tus problemas se deban al tipo de educación que te he dado. Suponía estar haciendo un buen trabajo, pero tal vez no haya sido así.
     Fue hasta la cómoda y, para mi sorpresa, volvió con algunos cosméticos.
     —Pero todavía estamos a tiempo de solucionar eso.
     Tomó el polvo compacto, y me lo fue aplicando con la almohadilla por toda la cara. Luego abrió el estuche de los coloretes, y con la pinceleta de esponja me aplicó un poquito de rubor en las mejillas. Quitó el capuchón al lápiz labial, hizo asomar la barrita y me aplicó un poquitín de carmín en el labio inferior.
     —Anda, has así —dijo mi tía, pegando el labio superior con el inferior.
    Fue hasta el armario, y de una caja extrajo una vieja peluca rubia. Me la colocó y prendió con horquillas para el cabello. Tomó un peine y un cepillo y estuvo un rato trabajando. Y finalmente me llevó ante el espejo.
     Quedé asombrado por el resultado. Perturbado y confundido, pero sobre todo, asombrado.    
     Aún con la zona grisácea de la barba, visible por debajo del polvo facial, y con mis cejas bastante tupidas y algo cejijuntas; aun así, el resultado era sorprendente.
     ¿Y si mi tía tuviera razón...?
    
     Aquel día no se habló más del tema, al punto que llegué a creer que sólo había sido una ocurrencia momentánea de mi tía. Pero al día siguiente, al volver del trabajo, encontré que mi tía había salido de compras, y en el shopping center de Olivos había adquirido varios artículos. Lo más importante de todo era un vestidito de raso en tono lila, con voladitos en las mangas y el ruedo, y encajes en el cuello. También había comprado un par de zapatitos guillermina, de charol negro, y un par de zoquetes blancos de algodón, con puntillas y florcitas caladas.
     No soy de complexión robusta. Mido un metro setenta o casi (es decir, mi tía es más alta que yo) y peso un poco por encima de los 60 kilos. Por tanto, encontrar talle para mí no fue muy dificultoso. Tampoco encontrar zapatos número 40.
     Este fue el comienzo. A partir de allí, con su característica forma de ser, tan férrea, tan germana,
mi tía fue agregando cosas. Lenta, pero firme y sistemáticamente, fue enriqueciendo mi guardarropas  con más vestiditos, a cual más primoroso, incluyendo un par de uniformes de colegiala, tres bonitos camisones de dormir, largos hasta la mitad de la pantorrilla, algunas bombachas como de niña (braguitas, como decía ella) y varios calzados: chinelas, sandalias, chatitas, etc.. (todas de tacón bajo, como correspondía a una niña preadolescente).
      En fin, la cuestión es que, sin saber si lo deseaba o no, completamente arrollado por el fuerte carácter de mi tía, pronto me vi convertido en "Marianela", su anhelada niñita. Nunca supe por qué decidió llamarme así. Seguramente era el nombre que le hubiera puesto a su hija, de haberla tenido. A instancias de mi tía renuncié a mi trabajo en la empresa (que detestaba, de todos modos) y permanecía todo el día en casa, ayudándola en los quehaceres domésticos. Siempre vestido de nena, sometido a la autoridad de mi tía Gertrudis, como en definitiva siempre lo había estado.
      Al no tener ya un trabajo, mis pequeños ahorros en el banco desaparecieron rápidamente. Ahora dependía totalmente de mí tía, que era la propietaria legal de todo cuanto teníamos, y de su importante renta.
     —Yo te compraré lo que necesites —dijo mi tía—. Y cuando quieras algún pesito para comprarte alguna cosilla, sólo debes pedírmelo, y si lo considero adecuado para ti, te lo daré.
     Desde el primer momento, mi tía me había ordenado lavarme el pelo con agua oxigenada decolorante. Mi cabello castaño se fue aclarando rápidamente, hasta adquirir un tono muy rubio. Mi tía me inculcó el cepillármelo todas las noches, antes de ir a la cama, para que se mantuviera suave, brilloso y esponjoso.
     También me enseñó a usar las cremas depilatorias, para quitarme el poco vello que tenía en las piernas (la única parte del cuerpo en la que tenía pilosidad), cosa que debía hacer cada tres días, mientras me duchaba. Con hojita de afeitar y mucho cuidado, quitaba el vello en mis partes íntimas. En cuanto al rostro, por el momento sólo podía solucionarse con una buena afeitada diaria, con navaja, y un buen polvo facial. Mi vieja afeitadora eléctrica ahora sólo la usaba para las axilas. De ese modo, mi cuerpo quedaba libre de vello, como el de una niñita...
     Y también, cosa muy importante, me impuso que a partir de ahora debía orinar sentada, como una mujer. A partir de ese momento, la tabla del inodoro permanecía siempre abajo, como en cualquier casa en la que viven sólo mujeres.
     Cuatro meses después, mi tía decidió volver a hablar seriamente conmigo (lo que significaba, no una consulta, sino ponerme en conocimiento de lo que había decidido).
     Para entonces, mi cabello dorado había crecido lo suficiente como para poder ondularlo un poco, y agregarle moños y florcitas, cosa que mi tía me hacía todos los días, con gran esmero, orgullosa de su niña. Mis cejas espesas se veían bastante más despobladas, y sin rastro de los antiestéticos pelitos del medio.
     —Marianela, querida, yo ya he hecho todo cuanto he podido —dijo mi tía—. Pero para que termines de convertirte en una auténtica niña, debemos recibir ayuda especializada.
     Me explicó que, por medio de su modista, había conocido a la persona que necesitábamos. Se trataba de una institutriz, una mujer de mediana edad, de descendencia inglesa, la señorita Irene Casey. Había tenido a su cargo muchas niñas de buena familia, y sabía cómo educarlas. Mi tía le había explicado mi caso, y lo que ella deseaba para mí. La señorita Irene le había explicado que lo que mi tía deseaba era una niña muy sissy, como dirían los ingleses. Una niña muy señorita, muy mujercita. Habían estado hablando pormenorizadamente del asunto, y a cambio de una buena paga, la señorita Irene no tendría inconvenientes en hacer de mí una buena niña, educada y obediente. Más aun, siendo una persona muy inquieta, lo había tomado como un desafío, por demás interesante. Tía Gertrudis le había asegurado que yo era una persona muy obediente, dócil y sumisa, y ello había terminado de convencer a la señorita Irene.
     —Necesitas alguien que te eduque y discipline, y termine de sacar de tu interior esa señorita que indudablemente tienes —continuó tía Gertrudis—. Por eso creo que es la persona indicada.

Continuará

Por no poder ser masculino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora