5 Como las chicas

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Estábamos las tres sentadas a cenar. Yo con un vestidito de seda amarillo patito, con encajes en el cuello y mangas cortas abullonadas, y encima mi delantal de cocina. Siempre llevando y trayendo cosas, con mi andar de niña, como me habían inculcado. O bien, sentada a la mesa en silencio, también con mi postura sissy, principalmente escuchando, con la mirada gacha y esperando que se me permitiera decir algo.
     —He estado realizando algunas consultas —dijo de pronto mi institutriz a tía Gertrudis—. Mañana por la mañana, una enfermera esteticista, muy de mi confianza, vendrá para colocarle a Marianela un piercing en la entrepierna. La finalidad del mismo será que Marianela, a partir de ese momento, deba orinar sentada, como una mujer.
     —Marianela ya orina sentada, Irene —dijo tía Gertrudis—. Se lo he inculcado desde el primer día.
     —No es suficiente que lo haga porque tú se lo dices, Gertrudis —objetó la señora Irene—. Debe hacerlo porque le sería dificultoso hacerlo de otra manera, como a cualquier mujer.
     Mi tía Gertrudis estuvo de acuerdo. En cuanto a mí, no fui consultada...
     Al día siguiente, a las once de la mañana, la señora Irene me ordenó ir a mi dormitorio, desnudarme, y aguardar echada en la cama con sólo el camisoncito de niña puesto. Poco después, una señora de unos sesenta años se presentó en casa. Tía Gertrudis y la señora Irene la recibieron y la condujeron de inmediato a mi habitación.
     Cuando las tres mujeres se aparecieron en mi dormitorio (la enfermera con un siniestro maletín negro), entré en pánico.
     —Tía Gertrudis... señora Irene... —empecé a sollozar, mirando a una y a otra—, no creo que sea necesario... Yo siempre orino sentada, juro que nunca lo haré de otra manera...
     Tía Gertrudis me acarició el pelo.
     —Tranquilita, Marianela, tesoro. Será sólo un segundo, ya verás...
     La enfermera, una tal señora Olga, comenzó a sacar sus instrumentos del maletín y los fue distribuyendo sobre mi escritorio y mi mesita de luz.
     Por lo que alcancé a oír de lo que conversaban las tres mujeres, iban a colocarme un piercing, un aro, que mantendría mi pene bien pegado a mi entrepierna por debajo. Lo cual implicaba una perforación en el periné, un poco por delante del ano, y otra perforación en el glande...
     —No sólo su pene quedará disimulado —explicaba la señora Irene a mi tía—, sino que la posición misma del pene empujará los testículos hacia arriba, hacia la zona del bajo vientre en el que suelen estar cuando el niño nace, antes de descender al escroto. Será como si entre las piernas no hubiera nada...
     Dicho esto, la señora Irene me levantó el camisón de algodón hasta la cintura, dejando a la vista mis partes íntimas, sin rastro de vello. Solté un sollozo, junté las piernas y me cubrí el pubis con ambas manos. No porque estuviera adoptando alguna pose de niñita, sino por un genuino impulso de autoprotección.
      Entre la señora Irene y mi tía, me separaron las manos y me las retuvieron a los costados. La señora Olga me ordenó flexionar las piernas y mantenerlas bien separadas. Tomó una especie de spray y me roció con anestesia superficial toda la zona de la entrepierna. Y luego, con merthiolate transparente en aerosol, me roció nuevamente allí.
     —¡¡¡Aaaaaahhhhh!!! —aullé, juntando las piernas con desesperación, apenas el desinfectante tomó contacto con la piel de mi escroto, mi periné y mi ano. Fue como si me hubieran arrojado agua hirviendo.
     Enseguida la enfermera tomó de mi mesita de luz uno de sus instrumentos, una especie de gran pistola negra, con un extraño dispositivo de plástico y metal en la punta.
     —Tranquilito, ¿eh? Que esto es rápido... —dijo, ordenándome abrir las piernas.
     Como yo dudaba en hacerlo, entre tía Gertrudis y la señora Irene me separaron las piernas bien hacia los lados, ordenándome mantener las manos sobre la almohada, a ambos lados de la cabeza, y no quitarlas de allí. Yo ya lloriqueaba como una niñita de verdad.
     La señora Olga comenzó a acercar la siniestra pistola a mi entrepierna. Cuando ya me preparaba para un terrible dolor, la enfermera comenzó a dudar.
     —Mmm... —dijo—. No es ésta la mejor posición. La parte en donde debo perforar está muy abajo...
     Al parecer, era la primera vez que iba a colocar un piercing en ese lugar tan infrecuente.
     Después de algunos conciliábulos, tomaron los tres almohadones de seda que decoraban mi cama, y me ordenaron levantar la cintura. Me colocaron los tres almohadones por debajo y me ordenaron levantar las piernas, bien separadas. Ahora me sentía más expuesta aún, si ello fuera posible. Tía Gertrudis y la señora Irene volvieron a mantenerme las piernas levantadas y bien separadas, y la señora Olga volvió a tomar su instrumento. Y yo volví a llorar, esperando lo peor.
     Con la mano izquierda la señora Olga tomó una porción de piel de mi periné, un poco por delante del ano, y la estiró bien hacia afuera. Y con la mano derecha acercó la pistola. Vi aterrorizada cómo el instrumento desaparecía entre mis piernas y...
     ¡¡¡Chac...!!!
     —¡¡¡Aaaaaahhhhhh.....!!!! —aullé, más fuerte aún que la primera vez.
     De inmediato la enfermera tomó un pequeño aro de oro de un centímetro de diámetro y lo hizo pasar por la perforación. Yo quedé llorando y con un anillo incrustado, colgando de mi entrepierna, un poco por delante del ano.
     La señora Olga volvió a tomar la pistola e hizo girar un par de rueditas, como para cambiar algunas dimensiones en el instrumento. Y entonces, con gran terror de mi parte, tomó mi pene.
     Parecía ser la primera vez que la señora Olga realizaba un trabajo en esa parte del cuerpo. Pero sus conocimientos de enfermera y su experiencia con piercings, le permitían saber con seguridad dónde se podía perforar sin causar daño.
      Mientras mis ojos aterrorizados se abrían como dos enormes platos, la señora Olga, esta vez con más resolución, manipuló con la mano izquierda la punta de mi pene hasta tener bien localizada la zona a perforar, y luego acercó el instrumento...
     ¡¡¡Chac…!!!
     —¡¡¡¡¡Aaaaaahhhhh.....!!!!! —por tercera vez mi aullido resonó en toda la casa.
     —Bueno, bueno, Marianela, linda, ya está... ya pasó... —me decía mi tía, acariciándome la frente, mientras yo lloraba y lloraba como una bebita.
     Mientras esto ocurría, la señora Olga tenía su cabeza casi metida entre mis piernas abiertas, intentando concluir su trabajo. Al cabo de un par de minutos, salió de allí, diciendo:
     —No, desde aquí no puedo, me queda muy lejos. Tenemos que poner al chico boca abajo.
    Un instante después, yo estaba llorando boca abajo, con la cabeza aplastada contra la almohada, las piernas bien separadas y mi trasero en pompa bien levantado.
     Sentí, detrás de mí, que la señora Olga tomaba mi pene y lo levantaba y estiraba hasta el ano. Y volvía a trabajar, procurando hacer pasar el aro fijado a mi periné, por la perforación del glande.
     —¡Ay, ay....! ¡¡¡Aiaaah!!! —decía yo, en parte porque me dolía, y en parte porque seguía muy asustada.
     De pronto se escuchó un ¡clic! y la enfermera se incorporó.
     —Bueno, ya está. A ver, nenito, date vuelta.
     Obedecí, y me quedé acostada de espaldas, con las piernas separadas y flexionadas y los pies apoyados en la colcha. Sentía cómo el aro tiraba de mi pene, lo que me provocaba dolor.
     —Bueno, m'hijito, ya podés descansar las piernas, a ver...
     Apoyé las dos piernas estiradas sobre la colcha y las junté un poco. Volví a sentir que el aro tironeaba, pero se soportaba bien, salvo el dolor de las perforaciones.
     —Te va a doler un poquito cuando vayas a hacer pis —me dijo la enfermera—, las primeras veces. Ya después ni lo vas a sentir.
     Tía Gertrudis me bajó el camisón, me acarició el pelo y acompañó a la señora Olga, que ya se marchaba.
     Mientras las tres mujeres salían de la habitación, oí que la enfermera decía:
     —El aro que le coloqué tiene un sistema de traba,  tal cual Irene me lo pidió, por lo que ya no puede abrirse. La única manera de quitarlo, es cortando el metal con una pinza de herrero. En cuanto al aspecto médico, no debería haber ningún problema. Si molestara un poquito, algún dolorcito, una aspirina.
     Quedé sola en mi habitación, y de a poco empecé a tranquilizarme.
     El principal beneficio de este episodio fue que tía Gertrudis, e incluso la señora Irene, me permitieron (mejor dicho, me ordenaron) permanecer acostada, y se mostraron muy condescendientes conmigo el resto del día, en mi calidad de convaleciente. Tía Gertrudis venía a cada rato, para ver cómo me sentía y si necesitaba una aspirina.
     La señora Irene, incluso, se apareció a mediodía... ¡trayéndome el almuerzo a mi habitación! Inaudito...
     —Por hoy descansarás —me dijo, casi con ternura—. Desde mañana reanudaremos tu instrucción.
     Pero en general me sentía bien. La señora Olga parecía haber hecho un buen trabajo.
     Estuve retrasando hasta donde pude el momento de ir a hacer pis. A media tarde no aguanté más y salí al pasillo.
     Caminé en dirección al baño. Entré. Desde hacía unos meses, desde que tía Gertrudis me inculcara el orinar sentada, la tabla del inodoro permanecía siempre abajo, como en cualquier casa en la que viven solamente mujeres. Me recogí el camisón (aún no me había puesto la bombacha) y me senté.
     Lo primero que me llamó la atención era la apariencia que ahora tenía mi entrepierna. Era como si realmente no hubiera nada allí. Parecía realmente el pubis de una mujer.
     No me parecía que los testículos hubieran subido. Permanecían a ambos lados del pene, sólo que ahora en la parte superior del escroto. Sin embargo, parecían estar muy aprisionados en ese lugar, por lo que calculé que de a poco comenzarían a moverse hacia arriba, hasta alojarse en la zona baja del vientre. Lo que seguramente aumentaría el parecido con un pubis femenino.
     Con gran temor, empecé a orinar.
     Sentí una fuerte molestia al comienzo, que me alarmó un poco, pero rápidamente disminuyó hasta un nivel tolerable.
     Lo más interesante era la apariencia y la dirección que ahora tomaba el chorro. Salía en forma más desparramada, y en dirección hacia abajo y un poco hacia atrás. Era evidente que ya no podría hacer pis de pie.
     Pero lo más turbador ocurrió al final, una vez hube terminado.
     Resultó que el chorro de orina, debido a la forma y dirección que ahora tenía, me había mojado toda la zona del periné, que ahora incluía el pene. Tuve que tomar un buen trozo de papel higiénico y secar toda la zona con cuidado.
     Ahora comprendía por qué la señora Irene, que parecía tener todo pensado, había insistido en recurrir a este procedimiento.
     Ahora no sólo debía orinar sentada, como una chica, sino que también debía secarme con papel higiénico, como cualquier chica.
     Cada vez me costaba más pensar en mí misma como un varón.

Continuará

Por no poder ser masculino Donde viven las historias. Descúbrelo ahora