CAPÍTULO I

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DRIVILLE

Había estado nevando durante días. Cinco, para ser exactos. Un manto blanco cubría la ciudad de Destïa tal como había hecho dieciséis años atrás. Recuerdo aquel momento pese a que tan solo era un niño cuando ocurrió. Era una fría tarde de invierno en la que el viento azotaba con fuerza las resistentes ramas de los árboles. La piedra que componía las calles estaba oculta bajo la nieve y la gente se refugiaba en sus hogares frente al calor del fuego de sus chimeneas. 

Tan solo tenía cinco años cuando vi como la muerte se llevaba a mi madre. Momentos antes de que se fuera, su pálido rostro estaba vuelto hacia mí y las lágrimas empañaban su mirada. Me acerqué a su cama, con miedo. Temblando. La estancia estaba tenuemente iluminada por unos candelabros alimentados con las llamas que mi padre había invocado unos días atrás. Ella extendió su mano y acarició mi rostro. 

—Mami, ¿no han funcionado las medicinas que te he hecho?

La tarde anterior había estado preparando unos bombones hechos con chocolate proveniente de Yrthia y se los había entregado con toda la ilusión que un niño podía tener. Mi padre se acercó a mí y colocó su mano sobre mi cabeza. Su mirada angustiosa no me pasó desapercibida. 

De pronto, la delicada mano que estaba acariciando mi rostro cayó de manera abrupta. Di un pequeño respingo, asustado. Miré a mi madre, la cual me devolvió una mirada vacía y acristalada. Sus ojos se habían empañado por el velo de la muerte. Mi padre me volteó con brusquedad para que dejara de contemplarla. Noté como los hombros de él se convulsionaron en un llanto que trató de ahogar. 

Años más tarde, cuando solamente era un adolescente de catorce años, mi padre pereció en una batalla contra Shylerzia, abandonándome frente a un trono que yo no deseaba. El peso de la corona fue inmenso y terrorífico para mí. Por fortuna, con ayuda de todos los consejeros de mi progenitor, pude recuperar mi gobierno y ahogar las ansias que tenían en conquistar nuestros territorios. Firmamos un tratado de paz y la guerra terminó. 

—Rey Driville. —di un respingo, volviendo a la realidad. 

Me volví para fulminar a Heihachiro con la mirada. El maldito anciano había entrado a la sala del trono sin que me hubiera dado cuenta. Me había quedado pensativo frente al enorme cuadro de mis padres que había colgado en la enorme estancia. Me volví hacia él y me fijé en que llevaba en sus manos un objeto circular envuelto en papel marrón. 

—¿Qué es eso? —pregunté extrañado.

El anciano me miró con seriedad. Apreté los dientes, molesto, esperando que me diera alguna clase de la suyas, como era habitual. Siempre insistiendo y aconsejándome cómo llevar mi vida y mi corona. Puso su mano sobre mi espalda. Era la única persona a la que permitía que se acercara tanto. Dejé que me condujera al lado opuesto, donde un tapiz reflejaba el mapa de toda Naheshia. 

 Puse los ojos en blanco, adivinando otra de sus clases de historia de Naheshia o de a saber qué

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 Puse los ojos en blanco, adivinando otra de sus clases de historia de Naheshia o de a saber qué. La edad ya comenzaba a pasarle factura. Observé con detenimiento al que había sido como un padre para mí. Su rostro cetrino estaba ya cubierto por multitud de surcos. Un par de ojos grises y de aspecto inteligente brillaban en una faz de facciones suaves enmarcada por un cabello largo y blanquecino. Una espesa y larga barba caía sobre su pecho. Era un hombre alto, delgado e imponente, excepto para mí.

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora