CAPÍTULO XII

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ASHLEY

Abrí los ojos despacio, despertando suavemente de un agradable sueño que había tenido. La tenue luz de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas entreabiertas, arrojando destellos dorados en el suelo de mi habitación. Cerré los ojos, tratando de volver de nuevo a sumergirme en aquella ilusión que acababa de abandonar, cuando de repente, un violento portazo me sacudió de mi letargo.

No pude evitar dejar escapar un grito al tiempo que me incorporaba en mi cama. Alguien había entrado como un huracán en mi habitación y me miraba contrariado desde los pies de mi lecho. Traté de calmar mi alocado corazón, llevándome la mano al pecho. 

—¿Te has vuelto loco, imbécil? —Le grité. 

Me di cuenta de que se trataba de Driville y, para mi sorpresa, no llevaba la misma regia ropa de siempre. Vestía un sencillo pantalón holgado oscuro y una camisa de botones blanca algo desgastada. Sin embargo, a pesar de todo, conservaba ese magnetismo irresistible que lo hacía destacar, sin importar lo que llevara puesto.

—¿Qué? —Me tapé con la manta y me di la vuelta. —Que yo sepa, los caballeros no irrumpen en habitaciones ajenas de esa forma. 

Su respuesta no tardó en llegar. Con un movimiento rápido y decidido, arrebató de mis manos el cálido cobertor que me resguardaba, dejándome expuesta en medio de la inmensa cama con mi pijama decorado con calaveras. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo.

No podía evitar sentirme furiosa, una mezcla de vergüenza y enojo bullendo en mi interior. Mis ojos lo buscaron con determinación

—¿Qué mosca te ha picado? —Le grité. 

Pero él no se inmutó, su expresión era imperturbable. Parecía ajeno a mi enfado, como si todo aquello fuera un juego para él o como si no tuviera relevancia. La tensión entre nosotros era palpable, una corriente eléctrica que chisporroteaba en el aire. Si seguía por ese camino estaba dispuesta a abalanzarme sobre él y estamparle uno de mis puños en su cara. Él también parecía molesto, no tenía idea del motivo, pero no justificaba el trato que estaba teniendo contra mí. 

—Hoy te vas. —Dijo. —No te soporto más en mi castillo. 

La repentina noticia me dejó tan desconcertada que por un momento olvidé las inmensas ganas de ahorcarlo. Me quedé mirándolo, con la boca entreabierta. 

—¿Sabes? Por un momento, cuando estuvimos teniendo esa pelea de comida, pensé que podríamos ser amigos. —Espeté. 

—No quiero que formes parte de mi vida. —el desprecio con el que dijo aquella frase me hirió en lo más orgullo de mi ser. 

—¿Qué problema hay conmigo? —no pude evitar levantar la voz, frustrada. —Desde el primer instante en el que me acerqué a ti, actuaste como si fuera a joderte la vida. 

—Y lo has hecho. La has puesto patas arriba. —me reclamó. 

—Fuiste tú quien mandó que me secuestraron porque herí tu orgullo de mierda. —me defendí, casi gritando ya. —Yo no quería formar parte de esto. 

—Pues bien que te acercaste a mí aquella noche. 

—¡Solo quería echarte un polvo y ya! —bufé. 

Aquello pareció desconcertarlo. Frunció el ceño. 

—¿Echarme un polvo? ¿Qué es eso?

—¡Tener relaciones! ¡Intimas! ¡Muy íntimas! Me gustaste nada más entrar por la puerta del pub. Pero no sabía que ibas a ser tan gilipollas. Me arrepiento de haber intentado ligar contigo. 

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora