CAPÍTULO III

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DRIVILLE

Un cielo nocturno salpicado de diminutas estrellas nos recibió a Heihachiro y a mí en cuanto franqueamos la entrada que conducía a la cúspide de la torre del homenaje. Era la zona más alta y principal que componía el castillo y como era natural un par de mis soldados estaban haciendo ronda. Desde allí podían ver todo lo que sucedía alrededor de mi reino y vigilar el pueblo que estaba situado a pocos metros del castillo. Me asomé para observar con curiosidad mis tierras. Las casas eran minúsculas y las calles de piedra, pese a estar ocultas bajo un manto blanco, parecían hebras de lana dispuestas de manera ordenada y precisa. Los bosques que rodeaban mis tierras eran de tonalidades verdosas, rosadas e incluso azuladas, parecían menos imponentes y peligrosos. La nieve cubría todo por doquier, ocultando la vegetación y los caminos. Dos lunas, una más pequeña que la otra, emergieron de entre las nubes, bañando con su tenue resplandor los rostros de los que en ese momento me estaban acompañando.

Todo parecía estar sumido en una calma apacible hasta que un rugido estridente emergió sobre nuestras cabezas, acompañado del fuerte sonido del batir de unas alas enormes. Seguramente toda Destïa lo oyó, pero ya se trataba de un sonido familiar del que ya estaban más que acostumbrados. Una lengua de fuego emergió en mitad de la oscuridad, iluminando las fauces del enorme animal que lo había originado. Mediría como veintidós soldados de largo y unos ocho o nueve de alto. El enorme animal viró en el cielo y aterrizó a escasos metros de nosotros. Reconocí a Regnyr, el dragón con el que me había entrenado para aprender a montar. Lo habían traído hacía un par de años, cuando podía acunarlo entre mis brazos. Sus escamas eran ligeramente azuladas y sus ojos tenían un tono dorado. Estaba al cuidado de Gella la mujer que en esos momentos estaba encaramada a su lomo. Era robusta y fuerte. De tez oscura y ojos anaranjados. Su cabello rojizo estaba recogido en un montón de diminutas trenzas que caían sobre su espalda.

—Buenas, Alteza. —Hizo una gran reverencia para mostrarme sus respetos. —Regnyr está listo.

—¿Y el otro dragón? —Pregunté, con curiosidad.

—No se nos pidió otro dragón, Alteza. —Gella miró confundida a Heihachiro.

—Montaremos en Regnyr. Los dos. —El anciano dijo aquello con tanta naturalidad como si fuera normal que dos jinetes subieran juntos. —No se me da bien dirigir a estas bestias.

—¡No las llames bestias, viejo! —Refunfuñé.

Levanté con suavidad la mano para acariciar la cabeza del enorme animal que tenía frente a mí. Regnyr cerró los ojos, disfrutando del pequeño gesto. Acto seguido dirigió su mirada hacia Heihachiro y me pareció distinguir algo de resentimiento en sus pupilas alargadas.

—Lo siento. Me pone nervioso tener que ir volando yo solo.

Puse los ojos en blanco. Detestaba la idea de tener que subirme a Regnyr con Heihachiro atrás. El contacto en sí se me hacía imposible de soportar. En una ocasión, encerré a una muchacha en los calabozos debido a que se abalanzó sobre mí para abrazarme. La dejé en libertad para no tener que soportar los sermones del anciano que ahora mismo me miraba, expectante. Solté un resoplido. Tendría que haberla desterrado por tener ese atrevimiento, aunque a decir verdad no la había vuelto a ver por mi reino. Rechiné los dientes y volví a la realidad.

—Acabemos con esto rápido, quiero irme a dormir pronto.

Dibujé un círculo invisible con ambas manos y al momento las piedras que nos sostenían a Heihachiro y a mí, cobraron vida. Ambos nos elevamos hasta situarnos a la altura del enorme dragón. Subimos sobre su lomo y nos sentamos sobre los asientos que tenía atados a su torso. Con firmeza, agarré las riendas.

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora