CAPÍTULO II

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DRIVILLE

Odiaba profundamente las reuniones con carácter urgente. Hacía que mi día girará en torno a ellas y evitaban que me relajara haciendo alguna de mis actividades favoritas. El momento se acercaba y dejé a un lado la cuchara de madera con la que había estado removiendo la poción que se cocía a fuego lento en un caldero en mitad del Invernadero Real. El lugar estaba atestado de plantas y flores, volviéndolo idóneo para descansar y relajarse. Me quité los guantes de piel y me volví hacia la mujer que había estado supervisando mi trabajo. 

—Gracias, Sahari. Recógelo todo en cuanto termine de procesarse la poción. Tengo otros asuntos que atender.

Arrugué el trozo de pergamino que, hacía poco rato, había traído consigo el pequeño dragoncillo que habíamos amaestrado para servir de mensajero. Cabía en la palma de la mano y era rápido y eficaz. Sahari asintió, era una mujer de unos cuarenta años. Había sido instruida en el arte de la elaboración de pociones y ahora se dedicaba a enseñarme. Tenía la piel bronceada y tersa. Unos ojos oscuros brillaban en un rostro ovalado enmarcado por un cabello rizado y largo que solía recogerse en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Le di la espalda, pensativo, y me marché sin tan siquiera despedirme. Crucé el patio septentrional, dejando atrás los invernaderos. Unos cuántos de mis hombres se detuvieron para dedicarme una exagerada reverencia. Les saludé con un movimiento de cabeza sin detener mi marcha. Subí la larga escalera de caracol hasta la tercera planta. Cuando llegue a la sala de reuniones ya estaban todos ocupando sus respectivos asientos.  Me ajusté la corona sobre mi cabeza y me senté en el extremo de la mesa.

—Bienvenido, majestad.

—¿Todo bien, majestad?

Varios de mis consejeros me saludaron con auténtico respeto.

—Todo bien, pero acabemos rápido.

Puse una expresión aburrida y apoyé mi barbilla sobre mi mano. Heihachiro se levantó de su asiento para tomar palabra. Puse los ojos en blanco. Seguramente, comenzaría a andarse por las ramas evitando ir directamente al grano. Odiaba cuando eso ocurría y siempre conseguía que estuviera de malhumor lo que restaba de jornada. Ese día no iba a ser diferente.

—¿Recuerdas la leyenda de Naheshia?

—Sí, y ya me la contaste el día anterior. Que si la Diosa que fue destronada y derrotada por Osdron. Que si los terrienses. ¿Algo más? ¿Hemos venido para oír cuentos anticuados? —le respondí de malas maneras.

Los presentes contuvieron el aliento sin atreverse a intervenir en la pequeña disputa que acababa de desatarse. Me levanté de la silla como movido por un resorte, Heihachiro me imitó, desafiándome con la mirada. 

—Escucha, alteza. Os comento esto porque Eyron ha comenzado a actuar. —me senté de nuevo, pero él se mantuvo de pie. —Más Naheshianos que cuentan con más de un don están de acuerdo con él. Está reuniendo ejércitos bastante grandes. Les promete que cuando él controle todos los territorios de Naheshia irán a conquistar la tierra de la superficie. También quiere la unificación de todas las razas. 

—No me parece mal. —dije. 

Viklör y Fresno, dos de los cinco consejeros que estaban sentados alrededor de mi mesa, asintieron con la cabeza en señal de estar de acuerdo. El resto se mantuvo quieto, esperando. 

—Destïa se unirá a Eyron. —sentencié tras unos segundos de silencio.

Heihachiro me miró como si me hubiera vuelto completamente loco. El resto no se atrevió a intervenir. Raramente, lo hacían a menos que les preguntara directamente su opinión. Al último hombre que me había interrumpido lo había desterrado de mis tierras sin tan siquiera pestañear y, había sido suficiente para disuadir a cualquier persona que quisiera contradecirme.

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora