CAPÍTULO X

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ASHLEY

Cuando desperté, la luz de los dos soles se filtraba a través de las pesadas cortinas de terciopelo azul. Dejé escapar un bostezo suave mientras mis pensamientos se acomodaban de nuevo y volvían a la realidad. Estaba en la cama de Driville, recordé de pronto. El colchón era tan esponjoso que parecía estar flotando en una nube. Me incorporé, dejando resbalar sobre mi cuerpo las sábanas de seda y me levanté. 

El tacto de la alfombra bajo mis pies desnudos me pareció agradable. Aun desperezándome, me acerqué hacia la ventana y me asomé.  Debía reconocer que las vistas eran demasiado asombrosas. Desde mi posición en lo alto de una de las torres del castillo, podía ver extensos jardines cuidadosamente diseñados, cubiertos por una capa de nieve que los hacía brillar bajo los soles. Más allá, se extendían vastos campos y bosques de colorimetrías imposibles que se perdían en el horizonte. Distinguí a lo lejos el pueblo en el que ya había estado. Se me antojaba que desde aquel suceso había transcurrido una eternidad. 

Me alejé y puse mi atención en lo que había a mi alrededor. Reparé en mi mochila, apoyada en una de las sillas que rodeaban la redonda mesa que estaba situada a un extremo de la inmensa habitación. Sobre el respaldo, la ropa que había llevado puesta descansaba sin rastro de la batalla de la noche anterior. Al parecer había sido limpiada cuidadosamente, puesto que la sangre había desaparecido. Incluso la zona agujereada por la inminente flecha había sido reparada. Dejé de nuevo la prenda donde estaba y me percaté de una puerta que había a la derecha del armario. Sin pensarlo dos veces, la empujé y sorprendida, descubrí que lo que había al otro lado era un aseo. Una enorme bañera de mármol translúcido ocupaba el centro de la sala rodeada por unos paneles acristalados azulados cuyas vidrieras estaban minuciosamente decoradas con dibujos que relataban hazañas de caballeros y ¿guerreras? Me acerqué para estudiar las escenas. Efectivamente, en uno de ellos había mujeres y hombres montados en nyugus, enarbolando sobre sus cabezas diferentes tipos de armas y dirigiéndose hacia un grupo de orcos. 

Recorrí con curiosidad el baño. No esperaba que fuera tan similar a los que teníamos en mi mundo. Había un váter del mismo material que la bañera, oculto tras un muro de piedra. Decidí recoger mi neceser de la mochila y darme una ducha. Afortunadamente, nadie me molestó. Me envolví en una de las toallas que había traído conmigo y con el pelo mojado salí en busca de ropa limpia. Mientras sacaba unos oscuros vaqueros rotos, la puerta se abrió haciendo que soltara un grito de sorpresa. 

Aferrándome a la toalla, me volví justo en el momento en el que Driville entraba. Su mirada parecía tan sorprendida como la mía. 

—No sabía que estabas aquí dentro. He llamado varias veces y nadie respondía. —Se excusó.

—Estaba ahí, bañándome. —respondí mientras señalaba con una mano la puerta que conducía al baño y con la otra me sujetaba la toalla. —¿Puedes irte?

—Sí, claro. —Hizo una pausa. —Yo... estaré en el salón comedor. Deberías comer algo.

Antes de que pudiera responder algo coherente, el rey abandonó su propia habitación, dejándome sola y con las mejillas visiblemente sonrojadas. ¡Joder, qué incómodo! No es que me avergonzara que me vieran desnuda, pero, ¡me había pillado tan desprevenida! A toda velocidad comencé a vestirme. Elegí un jersey de rayas moradas y negras y pillé la chaqueta antes de salir al pasillo. En cuanto pasé entre los soldados los saludé y ellos esbozaron una pequeña sonrisa en respuesta. 

Seguía siendo complicado desplazarse por el castillo. A menudo tenía que volver sobre mis pasos para buscar las escaleras. Sabía que el salón comedor estaba situado en la planta inferior a la que me encontraba. Algunas estancias las había memorizado en mis pequeñas exploraciones, pero debido a los largos pasillos que había, terminaba desorientándome. 

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora