CAPÍTULO XI

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ASHLEY

Quería la esfera. Lo había dejado claro y esperaba a que dijera algo al respecto. Entregársela. A cambio de mi libertad. Nada más la colocase en sus manos había asegurado llevarme a Londres. Mi hogar. Sin embargo, no podía evitar dudar. Driville me había prometido que me llevaría de vuelta. Pero también había ordenado que me secuestrasen para llevarme a ese castillo en el que me encontraba atrapada. ¿Qué debía hacer? ¿Seguir mi instinto o por primera vez atender a las razones? Tras mucho pensarlo, dejé escapar un suspiro y lo miré a los ojos. 

—No puedo. —Dije al fin. —¿Por qué no le preguntas tú mismo?

—Ya te dije. Se niega a colaborar.

—Por algo será. —repuse. —Además, que tengáis que robar no habla bien de vuestras intenciones. 

—La vamos a devolver. —se defendió Nandru. —Solo queremos averiguar algo utilizándola. 

—¿Y con entrar a la habitación os valdría? 

—Sí. 

—¿Y solo tendría que distraer a los guardias para que abandonasen sus puestos? A todo esto, ¿dónde está el tal Eyron?

 —Tal vez llegue en el próximo alzamiento de los soles, o al siguiente. 

Deduje que se refería al día de mañana o pasado. Curiosa forma de medir el tiempo. 

—Entonces ya decidiremos qué hacer. —Respondí.

Me levanté de mi taburete, zanjando de ese modo el asunto. Habíamos estado tomando algo en el comedor de los sirvientes situado en el patio meridional. Durante aquellas horas, no había nadie que usara esas instalaciones y habíamos tenido suficiente privacidad. Él me imitó. Me dirigió una lánguida mirada antes de que sus labios se curvaran en una amable sonrisa que eclipsó el primer gesto. 

—Está bien. —dijo. —Agradecería que no le comentaras a nadie sobre este asunto. Ni tampoco que Eyron vendrá hasta aquí. 

—De acuerdo. —contesté sin saber muy bien por qué tanto secretismo. 

Ambos salimos al exterior. Me abroché la chaqueta para evitar sentir el aire gélido que parecía provenir del oeste. En el centro del patio, había dos hileras de cinco árboles cuyas ramas sin hojas apuntaban hacia un cielo gris plomizo. Bajo estos, un par de mujeres llevaban un capazo bajo el brazo y recolectaban las manzanas que emergían de sus desnudos tallos. Entonces me fijé en lo que había más allá, o más bien en quienes. Una preciosa mujer de dorados cabellos paseaba cogida del brazo de un distraído Driville. Llevaba un vestido que parecía brillar a cada paso que daba.  

Con frustración me percaté que algo en mí se retorcía de rabia. ¿Por qué sentía envidia? ¡Joder! ¿Estaba teniendo síndrome de Estocolmo? Definitivamente, me estaba volviendo loca de remate. Dejé escapar un resoplido que no pasó desapercibido para Nandru. 

—¿Ocurre algo? —Preguntó y su preocupación parecía sincera.

—No. ¿Nunca te has fijado en alguien que no debías?

—Sí. —A sus labios asomó una pequeña sonrisa. —Pero puedo contenerme. 

—¿Y ella te corresponde? —pregunté con curiosidad. 

—Parece ser que sí. Pero... no hablemos de eso. 

Lo miré divertida. Un ligero rubor se había instalado en su pálido rostro. Desvió la mirada y comenzó a andar, para mi pesar, hacia Driville quien no tardó en reparar en nosotros. Con resignación me reuní con el singular grupo. 

Las espinas del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora