Capítulo tres

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El sábado se vistió de gris y la lluvia se hizo presente, y al despertar me imaginé que sería un gran día. A diferencia de muchas personas que odiaban la lluvia por tratarse de un símbolo de tristeza y aburrimiento, yo la amaba. Para mí significaba calma y me producía un cierto alivio. Me encantaba pasar el día junto a la ventana y observar las gotas deslizarse por el cristal. Era increíble cómo una simple lluvia hacía que todo lo que me gustaba sea más especial. Beber café, comer cookies, leer libros, todo eso se disfrutaba más si se hacía al compás del sonido de la lluvia.

Me levanté de mi cama y busqué entre mi ropa, mi suéter amarillo. Aquel suéter era de mi abuela cuando era joven y un día acomodando sus cosas lo encontró y decidió regalármelo. Desde ese entonces, el suéter se volvió especial para mí. Cada vez que podía le echaba un poco de su perfume para sentirla más cerca, eso me ayudaba bastante cuando mi mente trataba de decirme que me encontraba completamente sola. Mientras ella no paraba de gritar, el suéter no paraba de decir; "Tienes a alguien que daría la vida por ti". Y aunque sonaba tonto, un suéter, el agua fría en mi rostro o un apretón de manos, me salvaban. Con el paso de los años, vas aceptando tu enfermedad y te das cuenta que tienes que empezar a convivir con ella. Te mueres o aceptas lo que te tocó. Y yo por alguna razón que todavía desconocía, decidí aceptarla.

Caminé hacia el baño para cepillarme los dientes y lavar mi rostro. Al terminar, me dirigí hacia la cocina para preparar el desayuno. Como mi abuela seguía dormida, tenía ganas de prepararle algo especial para cuando despierte. Busqué en una pequeña libreta mi receta más fácil de cookies con chips de chocolate y puse manos a la obra. Busqué en las estanterías todos los ingredientes, pero caí en la cuenta de que no tenía chocolate, y las cookies sin chips de chocolate no deberían ser consideradas cookies. Corrí a mi habitación en busca de unos tenis y mi gorro de lana. Y con mi suéter, el pantalón gris del pijama y un viejo paraguas, salí en busca de esa tableta de chocolate. Por mi suerte, el almacén quedaba a unas dos calles de mi casa y en un par de minutos llegué. El lugar era antiguo, pero tenía una gran variedad de opciones para elegir. La señora que lo atendía, era una adorable mujer de 70 años que me conocía de toda la vida. Sin embargo, ese día se mostró diferente, sus ojos emanaban tristeza. Intentó hacer una sonrisa, lo que terminó en una simple mueca.

—¿Cómo estás, nena? —preguntó.

Una pequeña sonrisa se deslizó por mi boca.

—Bien, señora Ferckles ¿Y usted? —respondí mientras observaba la variedad de chocolates que había en el mostrador, tratando de buscar uno en especial.

—Sobreviviendo—contestó seria.

Yo me detuve y la miré curiosa. No entendía a lo que se estaba refiriendo.

—¿Y eso qué quiere decir?

La señora intentó sonreír, pero nuevamente no lo logró. Suspiró y prosiguió a responder mi pregunta.

—¿Alguna vez has sentido que estás viva, pero en realidad te sientes muerta por dentro? —su mirada parecía perdida. Yo no respondí y continué escuchándola—. Soy una anciana, mis hijos no me visitan, mis nietos no me conocen. Solo somos este viejo almacén y yo. Tardé 70 años en darme cuenta que realmente no viví mi vida como tendría que haberla hecho.

A pesar de conocerla desde prácticamente siempre, no conocía su historia de vida. Aun así, me sorprendió verla y escucharla de esa manera. Solía ir seguido a su almacén y nunca dejaba de sonreír, hasta ese día. Entiendo que muchas veces me cuesta prestarles atención a otras personas, especialmente cuando estoy muy metida en mi cabeza. Ese día me esforcé en hacerlo. La miré fijamente a los ojos, estos pedían ayuda a gritos. Me concentré en sus párpados caídos, cansados de luchar, sus labios resecos, su piel pálida cual papel, sus manos temblorosas y su espalda encorvada. Era como si todo su cuerpo le pidiera un descanso de esta vida.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora