Capítulo dieciséis

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—Iré a tu casa a buscar ropa—se anunció Dionne entrando por la puerta de la habitación—¿Necesitas algo más?

Hice una pequeña sonrisa con las pocas fuerzas que me quedaban y asentí.

—¿Puedes ver si Honey está bien y quedarte un rato con ella?

Dionne asintió con su cabeza, con la mirada triste y cierta lástima en sus ojos, me devolvió la sonrisa y cerró la puerta.

Mis párpados caídos y mis ojos cristalizados dejaban al descubierto la tristeza que me inundaba por dentro. Tenía a las manos de mi abuela entrelazadas con las mías. Desde que la pudieron pasar a la habitación no me había alejado de ella, me encontraba clavada en aquella silla de hospital junto a su cama. No quería alejarme, sentía que la estaba perdiendo y no lo podía permitir. La vida no podía ser tan maldita de quitármela, ¿acaso no le alcanzaba con todas las personas que ya me había sacado?

Mi mente daba vueltas, no entendía lo que le estaba ocurriendo y nadie se destinaba a explicarme. Lo único que sabía era que algo en ella no estaba bien.

Suspiré agotada y dejé caer mi cabeza sobre la camilla, hundiendo mi rostro entre las sábanas blancas. Cuando ya no pude contener tanto dolor en mi interior, las lágrimas comenzaron a salir. Empecé a sollozar, sosteniendo con fuerza las sábanas, aferrándome a ella.

Los minutos se convirtieron en horas y ella seguía sin despertar. Me dolía verla allí y darme cuenta de que su vida estaba dependiendo del suero, una cánula de oxígeno y del tiempo. No quería dejarla ir, me negaba a existir en un mundo que no estuviese ella. Quería regresar a casa, comer cookies con chips y tomar una taza de café, responder preguntas tontas, festejar los aciertos y reírnos de los errores.

Dionne regresó con un bolso entre sus manos y lo dejó en un rincón de la habitación. Se acercó a mí y dejó caer su mano sobre mi hombro.

—Ella estará bien, tranquila—comentó en voz baja tratando de aliviarme.

—¿Cómo lo sabes? —cuestioné y me enderecé para poder verla mejor.

—Porque es fuerte, al igual que tú.

Dionne se equivocaba, nadie era tan fuerte como mi abuela y esa era una de las cualidades que siempre admiré de ella. Valentía, fuerza y superación eran tres palabras que definían a la perfección a esa mujer. Venció un cáncer y muchas otras enfermedades, venció problemas de todo tipo, venció cada obstáculo que la vida puso en su camino. Era de hierro y ni con todos los años de mi vida podría parecerme a ella.

Aun así, hasta el más fuerte encuentra su final y eso me aterraba. No quería ser pesimista, ella necesitaba de mi fuerza para recuperarse, pero la cabeza me traicionaba. Pensaba tantas cosas a la vez que sentía que mi cerebro iba a estallar, las voces gritaban alborotadas y solo deseaba callarlas.

Suspiré.

—Tengo mucho miedo, Dionne.

Nuevamente mis ojos se cristalizaron. Ella me abrazó por la espalda y fue allí cuando me derrumbé. Cuando creía que ya me estaba secando, nuevamente las lágrimas comenzaron a salir por mis ojos con intensidad. Dionne me acariciaba en un intento de calmarme, pero no había caso. Sentía a mi corazón hecho añicos, verla allí, inconsciente en una cama de hospital, me dolía. Necesitaba ver sus ojos grises otra vez, abrazarla como si no hubiese un mañana y decirle lo mucho que amaba tenerla de abuela, repetirle mil veces que ella era la razón de que todavía viviera.

Fue la primera persona que logró verme más allá de mi ansiedad. Se percató de mis silenciosos llamados de auxilio y no dudó en darme la mano. Ella vio luz en mí, cuando ni yo podía verla.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora