Capítulo once

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¿Alguna vez han escuchado hablar del principio de incertidumbre de Heisenberg?

En mi último año de Instituto conocí a un profesor que nos contó que le gustaba poder interpretar a teorías o leyes científicas de manera tal que lo ayudaran en su día a día. En una de sus tantas clases nos comentó sobre el tal Heisenberg.  Este sugiere que es imposible conocer la precisión y velocidad de una partícula subatómica. En un nivel más simbólico, se puede interpretar como una invitación a aceptar la incertidumbre de la vida y la imposibilidad de tener un control absoluto sobre todas las cosas.

Sus palabras no habían resonado tanto hasta esa noche. Por años estuve tratando de evitar que cualquier persona entre a mi vida, cerrando mi corazón e impidiéndome sentir.  Pensando ingenuamente que es algo que se puede controlar. A Ciro le bastaron un par de semanas para despertar todo aquello que estaba dormido dentro de mí y para hacerme ver de que estaba equivocada. Por mucho que intentara, iba a ser imposible cortar esa conexión tan increíble que siento cada vez que nos miramos fijamente.

Acostada sobre su pecho mientras él acariciaba mi cabello, me di cuenta de que finalmente había encontrado un lugar donde sentí esa paz que estaba buscando hacía mucho tiempo. Las luces tenues del fuego que provenía de la chimenea creaban un ambiente íntimo y cálido. El sonido crepitante de la chimenea llenaba la sala con una sensación reconfortante mientras las sombras bailaban en las paredes. Ambos nos encontrábamos en el sofá de su casa, rodeados por mantas suaves. Oliver dormía plácidamente junto a nosotros y Valley sobre una alfombra de terciopelo que había frente a la chimenea. El viento rugía tan fuerte que parecía que hacía temblar el cristal de las ventanas. Y aunque el invierno se estaba haciendo cada vez más presente, rodeada por lo brazos de Ciro no me molestaba.

El brillo de la chimenea reflejaba los destellos de nuestros ojos mientras intercambiábamos risas cómplices y algún que otro roce de manos. En ese rincón de la casa, el tiempo parecía detenerse, dejándonos disfrutar de un presente atemporal donde solo existíamos nosotros. Conversábamos en voz baja, como si el silencio de aquel lugar requiriese un respeto especial. Él compartió un par de anécdotas del pasado, dejando escapar risas suaves y suspiros cargados de nostalgia. Yo lo escuchaba atenta, con la mirada perdida en las llamas del fuego. Estaba acostumbrándome muy bien al sonido de su voz, el tacto de sus manos sobre mi piel y el olor de su perfume.

En un momento nuestras risas cesaron y ambos quedamos en silencio un largo rato. No me incomodaba, al contrario, me provocaba paz. Me alejé un poco de él para poder agarrar la taza de té y beber un sorbo. En ese momento noté que su mirada se encontraba perdida, algo extraño pasaba por su mente. Él me tomó de la mano y comenzó a acariciarla lentamente, me miró fijamente a los ojos y prosiguió a decir:

—Quiero ayudarte Lena, pero no podré hacerlo si no me dejas conocerte.

Bajé mi mirada y con mi mano pasé un mechón de mi cabello por detrás de mi oreja. No me sorprendía, era obvio que tarde o temprano él dejaría de hablar y debía proseguir yo. Tragué saliva para poder responder.

—¿Qué quieres saber?

—Cuéntame lo que quieras, voy a escucharte como lo haces tú—respondió y esbozó una pequeña sonrisa.

Tragué saliva en un intento de evitar el nudo en mi garganta que estaba por formarse. Había tanto, pero tanto por decir, que no sabía cómo empezar. En un momento sentí que todo aquello acumulado por años quería salir.

Entonces encontré en un rincón de mi cabeza, unos de los recuerdos que más me atormenta por las noches y lo elegí para empezar.

—Mis padres no están muertos, realmente—comencé a decir, el chico alzó la cabeza—. Ellos me echaron de mi casa y desde entonces nunca más los volví a ver, nunca quisieron saber más de mí.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora