Capítulo siete

16 4 0
                                    

La luna llena deslumbraba la ciudad cuando el bus volvió a pisar Beamount. Otro día más que se iba.
Agarré con fuerza mis cosas y procedí a bajarme. Ciro me siguió por detrás. Antes de que cada uno siguiera su camino, ambos nos miramos. Él sonrió, mi estómago se contrajo y yo solo pude devolverle una mueca.

—¿Nos veremos mañana? —preguntó.

Asentí y saludé tímidamente con mi mano. Ambos nos dimos vuelta y cada uno tomó rumbos diferentes. Miré disimuladamente hacia atrás y noté que él ya había desaparecido.

Al llegar a casa un aroma delicioso me recibió, pero eso no fue lo único. Al abrir la puerta, dos patas se posaron sobre mi abdomen haciéndome tambalear.

—Honey, ¿qué haces aquí? —pregunté sin entender.

Mi abuela apareció por detrás de las cortinas que separaban el comedor de la cocina con un par de guantes en sus manos.

—Lloraba y decidí entrarla, no quiero tener problemas con los vecinos.

Sonreí.

—¿Solo por eso? —pregunté con una mirada pícara.

Ella giró sus ojos y respondió.

—Sí, así es. Ve a lavarte las manos, ya está la cena—finalizó y volvió a adentrarse a la cocina.

Yo reí y me dirigí hacia el baño con Honey detrás de mí. Se paseaba entre mis piernas y movía su cola alegremente. Mientras yo lavaba mis manos con agua y jabón, ella observaba el lugar con curiosidad. Sequé mis manos y nos dirigimos hacia mi habitación. Encendí la luz y los ojos de Honey parecieron brillar. Era inexplicable la emoción que sintió al ver un par de osos de peluche que había sobre mi cama, fue tanta que parecía que su cola se iba a escapar en cualquier momento. Empezó a subir y bajar de la cama una y otra vez. Como si se tratara de una especie de frenesí. Yo la observaba sonriente desde el umbral de la puerta. A los minutos se tranquilizó y se recostó junto a uno de mis osos. Lo miraba como si fuese lo más valioso que existía, sus ojos estaban enamorados de él. 

Definitivamente los perros son pruebas vivientes de que la felicidad está en la simpleza. En esas cosas pequeñas que hoy en día ya nadie valora. El calor de una mirada amable, la presencia de las personas que quieres, la increíble sensación de ser parte de un hogar. Si tal vez viéramos al mundo como lo ven ellos, habría menos personas infelices.

Hice un par de palmaditas sobre mis piernas y Honey entendió la indirecta. Ambas nos dirigimos hacia la cocina para cenar y dar por finalizado el día. Sin embargo, después de tanto tiempo, hoy era uno de esos días de los cuales no deseaba finalizar. Esos días en los que quieres que los minutos sean horas. Y por primera vez entendí, que a pesar de que no fue perfecto, igualmente fue un buen día. Entendí por primera vez que en la vida es absurdo buscar la perfección en los días, que el simple hecho de tener momentos buenos y malos te hace sentir vivo.

La noche fue tranquila, Honey durmió plácidamente junto a mí. Había olvidado lo que se sentía tener la mente en paz y el corazón desacelerado. Acaricié su pelaje hasta que yo también me dormí. Ese animal emanaba tranquilidad y yo podía sentirla en cada célula de mi cuerpo cada vez que estábamos cerca.

Por la mañana, nos despertamos temprano.  Ambas estábamos emocionadas, aunque ninguna de las dos sabía bien la razón. Busqué en mi armario un suéter que combinaba a la perfección con el día gris, unos jeans azules y unas botas color beige. Rocié un poco de perfume sobre mí y cepillé mi cabello lentamente. Una vez lista me acerqué al espejo en un intento de observarme, pero me detuve. Llamé a Honey y rápidamente salimos de allí. Hoy mi mente no iba a poder quebrarme.

Hasta que sanesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora