Capítulo 7. Por una profecía

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No fui consciente del tiempo que pasé en el suelo hecha un mar de lágrimas

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No fui consciente del tiempo que pasé en el suelo hecha un mar de lágrimas. Ni si quiera tenía el móvil conmigo, todo lo dejé en mi departamento, no tenía forma de comunicarme con alguien.

Y el maldito dolor en todo mi cuerpo iba en aumento.

Deambulé como alma en pena de un lado a otro por la habitación, no era de morderme las uñas—a pesar de la estresante carrera que elegí—, me consideraba una persona que sabía guardar la calma, ser sensata en los momentos de crisis. No obstante, esto sobrepasaba una crisis, era una catástrofe, un caos, una tormenta en medio de un mar furioso.

Había perdido mi libertad.

Ni si quiera tenía alguna ventana por la cual escabullirme. Si salía de la habitación había una enorme probabilidad de que alguno de los sirvientes me viera y le fuera a alertar al señor Le Revna.

Piensa, piensa, Maddy.

Soy inteligente y muy creativa para resolver mis problemas. Solo que no había pasado por algo que se le pareciera a que un tipo de mal carácter, dominante y siniestramente extraño me tomara como parte de una garantía que acordó con mi padre para resolver sus deudas.

Me llevé las manos a mi cabello y lo alboroté más de lo que ya estaba. Miré mi reflejo en el espejo, mi cabello llegaba casi a mi cintura, tal vez una despuntada no me vendría mal; parecía que había palidecido cien años y el agobio se notaba en cada rasgo de mi cara.

Tenía que intentarlo.

Me asomé por la puerta para revisar que no hubiera vigilantes. En puntitas salí, con la mayor precaución de no hacer algún ruido que me delatara durante mi fuga.

Procuré que mis zancadas fueran de lo más largas para avanzar rápido, llegué a las escaleras y bajé en silencio. Controlé mi respiración y troté hasta encontrar las escaleras imperiales. Por fortuna no había nadie a la vista, bajé.

La oscuridad había pintado la casa, no tenía idea de la hora, pero prefería salir de aquí antes de pasar más tiempo. Llegué a la entrada principal y con mucho cuidado abrí la puerta y salí. El aire fresco de la noche golpeó mi rostro. El tramo para llegar a las rejas era extenso. Suspiré, ya había llegado muy lejos como para retroceder.

Ignoré el dolor en mis costillas y mis brazos para alcanzar la reja, cada paso era más desesperante que el anterior por miedo a ser descubierta.

Corrí hecha una gacela, casi podía saborear mi libertad, pero mi esperanza se desplomó. Hablé demasiado pronto, porque justo frente a mí dos enormes pastores alemanes—negros—me enseñaban sus afilados dientes como parte de una advertencia de no seguir mi camino.

Me detuve en seco, sus posturas de ataque y su pelo erizado me alarmó.

—Perritos... —puse mis manos al frente con las palmas extendidas—. Que bonitos... y... endemoniados perritos...

1° El amo del caosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora