KAEYA

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La niebla de la madrugada empañaba con una capa fina de humedad las ventanas. Una llovizna casi invisible escurría sus microscópicas gotas de agua sobre mi piel, y dejaba en mi cabello esas gotas tan fuertes que no se partían al impactar contra las finas hebras.

Miré a la taberna, donde los colores vivaces de sus ventanas impactaban con los fríos tonos de la calle. Una oleada de amarillos y naranjas reflejados en las copas impactaban contra todas las paredes y escapaban como rayos de sol a los azules apagados y casi negruzcos del exterior, que recibían la llovizna como un reflector de sus tonos.

Con un suspiro cansado, que se perdió en el aire como una niebla blanca, caminé con la cara empapada hasta la taberna. Al entrar una brisa calurosa, propia del acogedor interior de una casa en invierno, me recibió como un abrazo materno. El calor contrastaba, al igual que los naranjas con los azules, con el helado ambiente de la calle.

Y a su vez, las palabras incesantes que dejaban el caliente y borracho aliento de los hombres y mujeres en la taberna, se comparaban al silencioso exterior, que solo contaba con el ruido de gotas de llovizna microscópicas golpear contra el suelo.

Una vez dentro, con un asentimiento de cabeza saludé al cantinero, quién me recibió con la misma cordialidad. Tras el educado saludo, me hizo un gesto en dirección a una de las mesas del fondo, donde el aliento caliente y la ebriedad parecían aglomerarse.

Esquivando borrachos tambaleantes, silbidos disfrazados de piropos y unas cuantas sillas echadas en el camino, llegué hasta el núcleo de la ebriedad y la viveza. Los hombres se sostenían de los hombros y cantaban juntos canciones de marineros, riéndose entre tragos mientras escupían con su saliva chistes que quedaron décadas atrás.

Entre ellos, el más joven de todos era a quién buscaba. Su cabello desordenado se extendía en una cola de caballo baja, que descansaba y caía tras su hombro derecho; llevaba su uniforme de Capitán de Caballería, aunque sus adornos y chaqueta yacían perdidos en alguna parte. Los primeros botones de su camisa estaban desabotonados, dejando descaradamente la piel morena de su pecho al descubierto.

Su mirada paseó por todos los hombres que lo rodeaban y terminó en mí. Una sonrisa embriagada se ensanchó en todo su rostro mientras se levantaba del asiento donde estaba tirado despreocupadamente, con las piernas en la mesa que bajó para caminar hasta mí.

—¡Pero mira a quién tenemos aquí! —Saludó con sus brazos extendidos de par en par, cerrando las palmas de sus manos en puños, dedo por dedo, —este no es el lugar para que una flor tan frágil visite.

Sus palabras eran arrastradas por un aliento a licor dulce. Sus gestos titiritescos energizaban sus acciones por segundos, como una marioneta controlada sin experiencia.

—Es hora de ir a casa, Kaeya —murmuré con un suspiro cansado, odiando que no sea la primera, ni la última vez que tendré que buscarlo en esta taberna.

—Bien, entonces ve mi frágil flor, yo me quedaré un poco más de tiempo —respondió con un tono casi soberbio.

Kaeya me dio la espalda para volver con los amigos que probablemente había conocido esa misma noche. Mi paciencia se agotaba con cada uno de sus pasos ruidosos y con cada risa descascarada que daban los hombres en su mesa.

—Tú vienes conmigo —alargué mi brazo para tomar el suyo, sosteniendo su antebrazo con fuerza, —no aceptó un no por respuesta.

—¡Vaya! Una belleza quiere ir desesperadamente a la oscuridad de la noche conmigo, ¡qué emoción! —exclamó encantado, peinando su cabello hacia atrás mientras se dejaba tambaleantemente ser arrastrado por mí. Los hombres en su mesa se rieron mientras soltaban comentarios obscenos de ánimo para ambos.

Kaeya borracho era como un títere que debía ser manejado por un titiritero profesional. Sus extremidades se movían a voluntad de quién lo manejara y sus palabras eran guiadas por las de alguien más. A pesar de ser un hombre fuerte y respetado por todos, si se lo encontraba ebrio era un blanco fácil de controlar. Sin embargo, como un Capitán de Caballería aún se mantenía alerta incluso en su forma de títere, con la única excepción de aquellos que consideraba bellezas.

Saliendo de la taberna me choqué contra los azules negrizcos y la calma murmuradora de la llovizna diminuta. Pero la baja temperatura no era la misma, ya que a mi espalda chocaba con el cuerpo de Kaeya, que me brindaba una calidez frágil, que se iría tan pronto él se separara de mi lado.

En el momento en que daría el primer paso para ir a casa, Kaeya me tomó por la cintura, chocando su cuerpo contra el mío y pasando sus labios rociados de dulce licor sobre la piel de mi hombro. Su aliento caliente rozó el área donde besó, mandando en mi cuerpo un escalofrío único.

Tras unos segundos de confusión y duda, descansé la cabeza sobre su hombro, observando su perfil. Las diminutas gotas de llovizna bajaban por las hebras de su cabello y en su piel. Su rostro a contraluz de los naranjas de la taberna me enseñaba su contraparte oscura con los azules negrizcos del exterior nocturno. Sentía sus dedos presionar contra mi cintura uno por uno mientras me devolvía la mirada, sonriendo brevemente mientras acercaba sus labios a los míos.

Sus cálidos labios sabor a licor dulce presionaron contra los míos, inclinándose hacia la izquierda mientras pasaba su mano libre sobre mi mejilla rociada en gotas de llovizna. Su agarre en mi cintura se reforzó en lo que mi espalda golpeaba su pecho, y con su pulgar sobre mi barbilla levantó mi cabeza para besarme más profundamente.

Unos segundos bastó para que nos separáramos, con los ojos entrecerrados encontrándose entre ellos, acompañados de miradas iluminadas en mitad naranja y mitad azul. Kaeya sonrió cariñosamente mientras yo suspiraba y me separaba de él.

—¿Me dejarás así como así? —preguntó calmadamente mientras tomaba mi mano entre la suya, mirándome de arriba a abajo descaradamente.

Me quedé en silencio unos segundos, antes de suspirar una última vez y empezar a caminar rumbo a casa.

—Tus labios saben a licor —murmuré, sintiendo como su calor se desprendía poco a poco de mi cuerpo, perdiéndose entre las gotas de llovizna.

—¿No te gusta el licor? —preguntó curiosamente, sin dejar esa aura extrañamente pacífica y serena que llevaba.

—No si está en tus labios —respondí, dejando un "porque significa que estás borracho" entre mis dientes.

—Entonces, ¿qué sabores te gustan? —preguntó curioso, ladeando la cabeza para encontrar su ojo con los míos.

—Me gusta el café dulce —lo miré de reojo. Ya casi estábamos en casa.

—El café, de acuerdo... —murmuró más para sí mismo que para mí. Entonces levantó la mirada y a la lejanía vio nuestra casa, —¿Qué piensas hacer cuando lleguemos? Porque se me ocurren varias ideas...

Su tono pícaro se manifestó en el aire como una neblina blanca. Kaeya se acercó más a mí y pegó su cuerpo al mío, caminando a mi lado con su mano descansando en mi cintura. Me reí suavemente, inclinando la cabeza ligeramente hacia su pecho mientras nos aproximábamos a la puerta de entrada. Las llaves tintinearon entre mis dedos mientras las sacaba de mi bolsillo.

—Ahora iremos a dormir —indiqué mientras insertaba la llave en la cerradura de la puerta, dándole un par de vueltas para abrirla, —y mañana por la mañana, beberás café dulce.

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Gᴇɴsʜɪɴ Iᴍᴘᴀᴄᴛ'ʳᵉᵃᶜᵗⁱᵒⁿˢDonde viven las historias. Descúbrelo ahora