Capítulo 0: Las pesadillas se viven despiertos

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Elliot se revolvió en la cama de Hannah, incapaz de conciliar el sueño. El resplandor de una luna llena oculta tras las nubes grises de tormenta, se filtraba por las cortinas a intervalos. Cada vez que su madre tenía turno en el hospital, y los dejaba solos en casa, él se sentía más seguro compartiendo habitación con su hermana menor. Sin embargo, ser tacleado por ella cada cinco segundos, justo antes de un examen, no parecía lo mejor para sus calificaciones ni salud física.

Resignado y con el costado dolorido, se levantó de la cama. Aun con las ventanas cerradas el aire helado dominaba la habitación. Con cuidado, cubrió a Hannah con la manta y colocó varias almohadas en el suelo, por si rodaba y se caía dormida. Antes de salir, se inclinó y le besó la frente, como hacían sus padres cada noche.

El contacto contra la piel caliente y lozana, salpicada de mechones dorados, le hizo pensar en lo diferente que se sentía besar a su hermanita o a sus padres, comparado con besar a Zachary, tal y como él se lo pedía a menudo. Cuando Zachary lo besaba a él, también era distinto: por alguna razón, se sentía... obsceno.

Caminó por el pasillo oscuro, con la mano adherida a la pared, mientras reflexionaba en ello. La casa estaba en silencio: solo se escuchaba el eco de sus pasos en la segunda planta, atenuado por una gotera persistente en el lavabo de la cocina. El aire estaba cargado con el olor de las sobras de la cena ya fría.

Una corriente helada lo golpeó al abrir la puerta de su habitación; al parecer, había olvidado asegurar la ventana con las prisas. Avanzó hacia ese extremo para cerrarla y evitar que el frío otoñal siguiera helando la habitación. El estruendo de la puerta al cerrarse de golpe lo hizo girar la cabeza. Una sombra, más alta que él, se escondía en el punto ciego junto al armario. El silbido del viento al entrar por la ventana y agitarle el cabello le recordó que sí la había cerrado con seguro.

Embargado por una sensación de vulnerabilidad, Elliot no tuvo tiempo de echar a correr. Sentir una mano cubrir su boca en la penumbra lo sobresaltó; sus extremidades se paralizaron al escuchar la voz de Zachary ordenarle al oído que no gritara. Un débil destello de luna proyectado en el espejo frente a él le mostró los ojos obsidiana de Zachary, inyectados en sangre. Elliot casi desfalleció de angustia y temor. Otra vez estaba usando esa cosa que lo volvía violento.

Las manos callosas de Zachary deambularon hacia su cintura, deshaciendo el nudo que sostenía el pantalón de su pijama. A Elliot lo embargó un sentimiento de irrealidad, como sentirse agitado por las olas justo después de salir de la playa. Se removió en un esfuerzo desesperado por soltarse, por huir, pero Zachary tenía los brazos bien atornillados a su alrededor.

«¿Cómo...? ¿Por qué...?», un torrente de ideas le zumbaba en la cabeza mientras el corazón le martillaba en la garganta. Sentir los dedos calientes de Zachary sobre su piel desnuda al intentar quitarle la ropa le infundió la adrenalina necesaria. Con un impulso desesperado, tomó fuerza con sus trémulas piernas y golpeó la mandíbula de Zachary con su cráneo. El sonido del impacto resonó en la habitación, un eco de su lucha por liberarse.

Aturdido por el golpe, Zachary lo soltó mientras retrocedía. Elliot corrió a trompicones hacia la puerta e intentó quitar el seguro, pero sus manos temblaban sin control. Tenía la cabeza mareada por la reacción retrasada. Cuando al fin logró abrir la puerta y salir, sus pulmones ardían y pesaban, como si estuviera escalando una empinada colina con el abismo a sus espaldas.

Intentó bajar las escaleras y alcanzar el teléfono, pero el rugido enfurecido de Zachary lo paralizó.

—¡Bien, supongo que tendré que matarlos a ambos! De hecho... creo que mientras llamas a tus padres, despertaré a Hannah y comenzaré con ella. Es una lástima. Es una niña tan inocente y buena. Será tu culpa que termine así.

Elliot se sintió aporreado por la conmoción ante la amenaza. Aunque le daba la espalda, sabía que Zachary tenía el rostro fruncido y enrojecido de ira. Empezó a temblar al escuchar el pisoteo enojado acercándose. La mención de la palabra "matar" acabó con el poco valor que le quedaba a su pequeño cuerpo a orillas de la pubertad.

Elliot respiró hondo, luchando por no estallar en un llanto histérico. Sentir cómo Zachary lo abrazaba por la espalda y besaba su mejilla le hizo sentir mancillado. Era claro que sus muestras de afecto siempre habían sido egoístas y desleales, solo que lo había entumecido lo suficiente como para no darse cuenta antes.

—Ya basta, Zachary. Le contaré a mis padres lo que estás haciendo —imploró mientras sentía cómo lo guiaba de vuelta a su cuarto, asiendo con fuerza su temblorosa mano. Quería resistirse, clavar sus pies en el suelo de madera, pero estaba tan aterrado que se quedó sin fuerzas para luchar.

—¿Y qué vas a decirles? De hecho, no hice nada malo... aún.

Ese "aún" fue tan tétrico que erizó el vello de la nuca de Elliot. Zachary cerró la puerta y luego la ventana por la que se había escabullido. Elliot sentía su corazón latir con fuerza mientras escuchaba el ruido metálico del cinturón de Zachary en la penumbra. Las nubes cubrían la luna por completo en esos instantes.

Vencido por el pánico de sentirse prisionero en su propio cuarto, Elliot empezó a llorar. Refregaba las manos, con la poca movilidad que le quedaba, por todos los lugares en los que los dedos de Zachary insistían en tocarlo mientras se deshacía de su ropa. Sentía tanta repulsión que le sorprendía no haber vomitado.

—Descuida, Ely. Si te portas bien, prometo ser gentil contigo. No tienes por qué llorar.

—¡Cállate! ¡No me hables como si fueras mi amigo! Solo eres un gran mentiroso —gritó a viva voz. Fue la única vez que pudo hacerse oír aquella madrugada.

El golpe de los nudillos de Zachary lo hizo caer junto a la cama. La mejilla le ardía mientras la sangre se deslizaba por su labio inferior. Zachary se puso de cuclillas frente a él, tomándolo de la barbilla. Su respiración se volvió tan pesada que empañaba el cristal fragmentado de sus anteojos. Parecía complacido, absolutamente extasiado por su pavor. Su cuerpo de rasgos casi cadavéricos adquirió un inusual contoneo.

—Solo estoy muy enamorado, Ely. Seguro ya lo sabías. Después de todo, tú y yo somos iguales. —Elliot movió la cabeza para evitar que le tocara los labios, aferrándose a la sábana ensangrentada que aún sostenía.

Quería refutar eso, decirle que ellos dos no se parecían en nada, pero solo podía estremecerse entre sollozos.

—Vamos, no seas tan frío conmigo. Solo mírame un momento, cariño. —Lo instó de nuevo. La voz de Zachary había adquirido un tono tan afeminado y empalagoso que le provocó un escalofrío.

Elliot se resistió a mirarlo, pero Zachary tiró de su cabello para obligarlo a levantar la cabeza, con tanta fuerza que le arrancó un quejido que no se pareció en nada a su voz. Era mucho más tenue, más amortiguado. Era la voz de una chica, la voz de Halina.

Elliot llevó la vista hasta el espejo, ahora salpicado con gotas de su sangre, y lo que contempló al fijar su vista en él lo dejó agarrotado de terror. Los ojos negros de su verdugo se tornaron grises, su cuerpo esmirriado, inesperadamente musculoso, y sus facciones... no eran las de Zachary, sino las de él. Halina era quien temblaba en el suelo. Temblaba de terror. El lobo se había disfrazado de oveja otra vez.

Más Allá del EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora