Capítulo 3: Delirios y Cortes

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   —Fuera. Aléjate. Solo déjame en paz de una maldita vez.

Nathaniel abrió la puerta lentamente, siguiendo el sonido de aquellos balbuceos. El chico que sus padres habían traído a casa rara vez salía de su habitación. Solo una sombra oscura y vacilante atravesaba los pasillos en ocasiones, y si acaso se sentaba en la mesa, la abandonaba a los pocos instantes con la excusa de que no quería comer.

Sus padres le explicaron que él estaba enfermo, y que lo mejor era no molestarlo mientras estuviera en su habitación. Nathaniel obedeció de buena gana, a pesar de la curiosidad que le provocaba el nuevo huésped. Pero ese día, lanzó por accidente su pelota a través de la ventana abierta de la buhardilla, así que decidió arriesgarse a entrar para recuperarla y seguir jugando con sus amigos.

—Ya déjame en paz. Te lo ruego. Estoy cansado. Solo déjame.

Ahora el chico lloraba. Nathaniel lo encontró junto a la bañera, con un trozo de vidrio roto y manchado de sangre en la mano. El resto del espejo hecho añicos descansaba junto a la taza del baño.

—¡¿Por qué te estás cortando?! —gritó al verlo clavarse el cristal en la piel y luego arrastrarlo hasta hacer brotar sangre de su muñeca. Elliot lo miró sobresaltado. A juzgar por la expresión de su rostro, el dolor era muy agudo: resoplaba y gemía al mismo tiempo.

—No me estoy cortando. Esto... esto es parte de un juego —lo escuchó murmurar mientras cubría sus heridas con la tela de su camiseta y escondía los trozos de vidrio. La pieza de ropa azul no tardó en tomar un tono púrpura al mezclarse con su sangre.

La voz de ese muchacho era más suave y cálida de lo que Nathaniel esperó.

Ya estaba cansado de jugar a la pelota con los niños del vecindario bajo aquel calor, así que avanzó hacia Elliot. En esos momentos intentaba lavarse la herida con agua, pero la sangre brotaba con más abundancia que antes. La curiosidad de Nathaniel lo impulsó a sentarse de cuclillas a su lado y observar lo que estaba haciendo.

—¿Puedo jugar también?

El muchacho lo miró con el rostro desencajado, a Nathaniel le pareció que no lo creía capaz de participar en aquel juego de niños grandes.

—Quiero jugar —repitió. Elliot se quedó petrificado, pálido del miedo, pero luego, ante su insistencia, estiró la mano sana hacia los cristales. Temblaba mientras lo hacía y balbuceaba entre dientes algo que el niño no alcanzó a entender.

—Extiende la mano —le ordenó en voz baja casi sin fuerzas. El niño obedeció de todas formas.

El ardor agudo que aumentaba en intensidad le hizo apartar la mano de golpe, y al ver la sangre brotar de su piel, entendió que había sido engañado.

—¡Me cortaste! ¡Dijiste que era un juego, pero me cortaste! ¡Eres malo! ¡Eres muy malo! ¡Mamá! ¡Papá!

—¡Cállate! —rugió el adolescente abalanzándose contra él.

Nathaniel no alcanzó a correr. Elliot lo tumbó en el piso y le rodeó el cuello con ambas manos, apretándolo con fuerza. Usaba el peso de su cuerpo para evitar que se moviera y pudiera liberarse. El cuerpo de Nathaniel era demasiado pequeño para hacer algo en su contra.

—¡No! Dijiste que solo tenía que asustarlo —murmuró Elliot sin mirarlo. Le apretaba el cuello con más fuerza. Casi sollozaba al hablar—. No voy a hacerle eso. Te dije que no voy a hacerlo. No me obligues.

Para ese momento, era obvio para Nathaniel que ese muchacho estaba loco. Decía demasiadas cosas sin sentido y lloraba, se enfurecía y reía de una manera escalofriante. Nathaniel ya casi no podía respirar. Jamás había tenido tanto miedo en su corta vida.

Más Allá del EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora