Capítulo 2: El príncipe destronado

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 Halina balanceaba los pies en el aire mientras observaba a Elliot moverse frente al hornillo. Acababa de recogerla en la estación de autobuses y, como en cada visita, ella era su espectadora mientras él cocinaba quién sabe qué, que sin falta sabía delicioso.

Cada fin de semana, Elliot buscaba en internet una receta para compartir con ella. Pero eso no era lo único que hacía para recibirla: lavaba las cortinas, sábanas y ropa que ella dejaba olvidada, usando su aromatizante favorito —una vez comentó que el olor la relajaba, y eso fue razón suficiente para que él comprara toda la existencia en la tienda—; llenaba la nevera con sus especias y frutas favoritas y le guardaba un regalo especial en algún rincón de la casa, como una búsqueda del tesoro que culminaba en muchos besos y expresiones de amor y agradecimiento. El osito de felpa gigante que mantenía abrazado a su pecho era el más reciente.

Cuanto más recordaba cómo era él cuando lo conoció, más irreal le parecía a Halina su forma de tratarla ahora.

Aprovechó su paso al lado de la mesa donde ella estaba sentada, y lo haló de la ropa hasta apresarlo con sus piernas y brazos.

—Sabes que no puedo cocinar de esta manera, ¿verdad? —Elliot la miró por encima del hombro agitando el cucharón cubierto de crema. Halina hizo un mohín.

—Pues no cocines. Quiero un beso.

—Pero te he dado como un millón de besos desde que te recogí. ¿Cuántos más necesitas para estar contenta?

—Dame otro millón —demandó Halina con los cachetes inflados—. ¿Crees que es fácil estar toda la semana lejos de mi novio? Necesito recargar energías.

No, no era fácil, y él lo sabía muy bien.

Giró sobre sí mismo y, abrazándola con todas sus fuerzas, llenó su cara y labios de pequeños besos que le hicieron cosquillas. Halina sonreía complacida. A Elliot le encantaba verla así de feliz.



«Había una vez un príncipe que lo tenía todo: juegos, amigos, riquezas y una gran autoestima. Se creía mejor que todos en el reino por haber nacido príncipe, y dado que sus padres, los envejecidos reyes, jamás vieron la necesidad de hacerle pensar lo contrario, llegó a sentir que nadie tenía derecho a negarle nada, ni siquiera quienes le dieron la vida.

Un día, llegó al castillo un niño que, a diferencia de él, lo había perdido todo, incluso el amor propio. Los reyes, conmovidos por su desdicha, comenzaron a llenarlo de atenciones y cuidados, consiguiendo que, poco a poco, el niño desamparado viera el mundo de manera distinta. Todos en el reino llegaron a amarlo por lo amable y compasivo que era.

Esto no agradó nada al orgulloso príncipe, que comenzó a ser cruel con todos los que mostraban cariño al niño desamparado. Hartos de su egoísmo, los reyes tomaron una decisión: nombrarían rey al niño desdichado y exiliarían al príncipe hasta que aprendiera a ser más compasivo y a pensar en los demás».

—¿Y el príncipe aprendió la lección, maestra Moore?

Halina abrió la boca para explicar a su alumna el final del cuento, pero entonces recibió una notificación de un número desconocido. Era Nathaniel. Parecía que ni bloquearlo en todas sus redes sociales sería suficiente para que la dejara en paz.

—No, no aprendió nada —concluyó en un suspiro, mientras bloqueaba el nuevo número y seguía con su clase privada.



Halina suspiró una vez más, recostando su cabeza en el hombro de Elliot.

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