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Londres, 1851

La gente siempre dice que no se debe hablar del diablo porque, al hacerlo, se puede atraer su ardiente atención. Por eso, muy pocos aristócratas hablaban de Jeon Jungkook, el conde de los Jeon. Sin embargo, lady _____, oculta en las sombras de medianoche, a escasa distancia de la residencia de él, no podía negar que se había sentido fascinada por el conde Diablo desde que éste se atrevió a presentarse en un baile al que no había sido invitado. No bailó con nadie. No habló con nadie. Se limitó a pasear por el salón con actitud de estar evaluando a todos los presentes y acabar decidiendo que ninguno tenía el menor interés. Lo que más la inquietó fue que el conde posó su mirada sobre ella, demorándose uno o dos segundos más de lo apropiado. ______ no parpadeó ni apartó la vista, aunque tuvo que esforzarse mucho por no hacer ninguna de las dos cosas; consiguió sostenerle la mirada con todo el inocente descaro de que es capaz una joven de diecisiete años. Se enorgulleció de conseguir que fuese él, el primero en dejar de mirar. Pero no antes de que sus extraños ojos cafés se oscurecieran y parecieran arder desde las fieras profundidades del infierno del que se decía que había salido. Muy pocos creían que fuese el legítimo heredero, pero nadie se había atrevido jamás a cuestionarlo. A fin de cuentas, todo el mundo sabía que era muy capaz de cometer un asesinato. Él nunca se había molestado en negar que hubiese matado al único hijo y heredero del anterior conde.
Aquella noche, cuando se presentó en el baile, pareció que hasta el último de los invitados contuviera el aliento; daba la sensación de que todos estuviesen esperando a ver dónde iba a golpear o sobre quién iba a volcar su rabia. Por aquel entonces, todos sabían ya que no era un hombre de buen carácter, por lo que sólo se podía asumir que había acudido allí con algún vil propósito en mente. Seguro que era consciente de que ninguna de las damas presentes se atrevería a arriesgar su reputación bailando con el conde de los Jeon, y que ningún caballero permitiría que se cuestionase su respetabilidad conversando abiertamente y de buen grado con él en un lugar tan público. Poco después, se marchó caminando con tranquilidad, como si estuviese buscando a alguien y, al no encontrarlo, decidiese que el resto de los presentes no valían la pena.

Eso fue lo que más irritó a ________.

Para su inmensa vergüenza, debía admitir que había deseado desesperadamente bailar con él, que la cogiera entre sus brazos y pudiera contemplar una vez más aquellos ardientes ojos cafés que incluso en esos momentos, cinco años después, seguían hechizando sus sueños.

La húmeda niebla espesaba, y _______ se subió la capucha de la capa para entrar en calor mientras estudiaba la residencia del conde con detenimiento, en busca de alguna pista que le indicase que él estaba en casa. No estaba segura de que la fascinación que sentía fuese demasiado inocente. En realidad, estaba bastante segura de que no lo era.

No podía decir con exactitud qué era lo que tanto le interesaba de aquel hombre, lo único que sabía era que se sentía irremediablemente atraída por él. A escondidas, sin que su familia lo supiese, tras su primer encuentro, se había atrevido incluso a enviarle invitaciones para sus bailes y cenas que un sirviente de la más absoluta confianza le entregaba en mano. El conde jamás se había molestado en dar las gracias, ni en asistir a ninguna de sus reuniones. Por lo que ______ sabía, aparte de la noche del baile en que ella lo había visto por primera vez, jamás había vuelto a hacer acto de presencia en ningún otro evento social. No era ningún secreto que no era bien recibido en las mejores casas, por lo que se sentía bastante insultada de que rechazase sus intentos de incluirlo en su vida.

Aunque ______ debía admitir que los motivos por los que quería conseguir tal propósito eran bastante egoístas y no enteramente respetables. Ahora ya no se podía permitir el lujo de intentar acceder a él mediante hermosas invitaciones en relieve. Estaba decidida a hablar con el conde, y si no podía hacerlo en la seguridad de un salón lleno de gente, entonces lo haría en la privacidad de la propia residencia de éste. Un escalofrío le recorrió la espalda; intentó atribuirlo al frío de la niebla, más que a su propia cobardía. Llevaba bastante tiempo esperando entre las sombras y la humedad la había calado hasta los huesos. Si no se acercaba pronto a aquella puerta, al final sería incapaz de dejar de temblar y su plan fracasaría. Tenía que aparentar que hablar con él no le suponía ningún problema, si no, sólo se ganaría su desdén y eso no le serviría para nada.
Miró a su alrededor con cautela. Era muy tarde y todo estaba tan tranquilo que resultaba inquietante. Nadie debía verla delante de aquella puerta; nadie debía enterarse de su escandalosa visita a medianoche. Su reputación tenía que salir intacta de aquel encuentro. Sin embargo, seguía dudando. Sabía que una vez que pusiera los pies en el sendero ya no habría vuelta atrás, pero no veía ninguna otra alternativa. Salió a la calle con renovada decisión y echó a andar hacia la casa con el temor de que, antes de que acabase la noche, su reputación fuese lo único que el conde Diablo no hubiese tocado. Nadie se atrevería a afirmar que Jeon Jungkook, conde de los Jeon, fuese un cobarde. No obstante, sentado a la mesa de juego, sólo él sabía la verdad.
Estaba allí porque no tenía el valor de declararle su amor a la adorable Frannie Darling. Había acudido aquella noche al club Park con la única intención de pedir su mano en matrimonio y, justo antes de llegar a la puerta del despacho donde ella llevaba las cuentas de Park Jimin, decidió darse una rápida vuelta por las mesas de juego. Su intención era esperar a que dejaran de temblarle las manos y poder ensayar una vez más las palabras que había estado practicando. De eso hacía ya seis horas. Podía intentar justificar su retraso diciéndose que estaba ganando. Pero lo cierto era que siempre ganaba. Se repartió la siguiente mano. Miró rápidamente las cartas que le habían tocado. Pero no era eso lo que le aseguraba la victoria, sino su habilidad para determinar con precisión el juego que tenían los demás caballeros. El conde de Chesney abría ligeramente los ojos cuando tenía buena mano; como sorprendido de su buena suerte. En esa ronda los tenía notablemente cerrados. El vizconde Milner no paraba de recolocar sus cartas si no acababa de sentirse satisfecho con el resultado. El conde de Canton siempre le daba un trago a su brandy cuando estaba contento con lo que le había tocado, pero en esos momentos el contenido de su copa permanecía intacto. El duque de Avendale se inclinaba hacia adelante cuando creía que iba a ganar, como preparándose para saltar sobre las ganancias; pero en cambio se echaba hacia atrás cuando el resultado era dudoso. En ese instante parecía a punto de escurrirse de la silla y caerse al suelo. Tenía unas cartas monstruosamente malas, que sin duda creía que no lo beneficiaban.

EN LA CAMA CON EL DIABLO (JUNGKOOK)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora