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La marquesa de Valadez y San Ferrán era una mujer enorme, rebasaba sobradamente los seis pies de altura, tenía una figura imponente que enfundaba en un refinado vestido negro y tinto. Con su usual seriedad y mirada glacial se le veía venir por el pasillo, sus elegantes zapatos y bastón sonaban exquisitamente por el amaderado suelo al acercarse.

—¿En dónde está ese desgraciado? —Preguntó la marquesa.

—Su ilustrísima, este es el hombre al que buscaba —respondió su sirviente mostrando a un viejo amordazado y atado a una silla. —Él es el organizador de la carrera, y quien orquestó el fraude.

—Gracias Diego, yo me encargo —dijo al ayudante.

La marquesa extendió su hombro y sobre este se posó un majestuoso cuervo que entró tras ella. Después de esto, con la misma serenidad que le caracterizaba, la marquesa comenzaría una serie de preguntas hacia el fraudulento aquel que se sintió lo suficiente más inteligente que ella para estafarla.

—¿Como piensa pagarme, señor Pérez? —preguntó la marquesa al prisionero quitándole la mordaza.

—¡¿Qué hacen en mi casa?! —Exigía saber el anciano aterrado. —¿Como se atreven a entrar aquí y atarme como a un animal? ¿Y de qué rayos me están hablando?

—Usted y yo sabemos que esta tarde en el hipódromo, la carrera estaba arreglada a su favor, esta era la única forma de ganarme.

—Su ilustrísima, lamento mucho este inconveniente, pero no sé de qué me está hablando —afirmó el viejo.

—Usted me robó, señor Pérez, usted hizo trampa suplantando caballos de otras categorías en la primera carrera, en la segunda fueron los jockeys quienes estaban comprados —Expuso la marquesa.

—No hay pruebas de ello —replicó el viejo a la defensiva.

—Si digo algo es porque tengo pruebas, antes de usted, los interrogados fueron los jockeys —aseveró soberbiamente la mujer.

Don Heraclio Pérez se echó a llorar, al verse pillado admitió su culpabilidad y desesperó al no tener como remediarlo.

—He perdido hasta el último centavo, me asaltaron con el botín saliendo del hipódromo —admitió el regordete anciano.

—Ladrón que roba al ladrón... —Comentó Diego.

La marquesa no se conmovió con aquel discurso barato, esa mujer era un témpano de hielo.

—Diego, haz lo tuyo —Ordenó la mujer a su fornido y pelirrojo sirviente que sostenía unas tijeras de jardinería.

El fortachón atrapó el dedo pulgar del prisionero entre el filo de las tijeras, y este último de inmediato suplicó por clemencia.

—No tenemos que hacer esto, mi señora, tenga piedad.

—A mí no me interesa oír súplicas, quiero oír propuestas para recuperar lo que es mío —aseveró la marquesa.

—Sólo no me hagan nada, deme un momento para pensar las cosas.

—Vamos a hacer que piense más rápido, señor Pérez —dijo la marquesa acercando el cuervo al rostro del hombre.

El negra ave estaba dispuesta a sacarle un ojo al tramposo organizador, lo daba a entender con pequeñas fintas de piquetazos.

—Tengo un par de reses y un potro español, puedo darle todo lo que poseo, pero no me haga daño —Suplicó el señor Pérez.

—Me encanta como el miedo hace pensar rápido en soluciones —expresó la marquesa con una extraña sonrisa. —Pero esas soluciones no me convencen.

El corazón de La MarquesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora