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A kilómetros de su preciada hija, don Heraclio se había hundido en su arrepentimiento y por supuesto en el alcohol. En la poca lucidez mental que le quedaba, el viejo trataba de idear un plan para conseguir el dinero y recuperar a su hija, rogó por un milagro al Cristo Negro que pendía de la pared, y pareciera que más rápido de lo esperado, su oración fue escuchada y las cosas se alineaban en su favor.

—Don Heraclio —llamó desde afuera de la choza un muchacho.

Don Heraclio abrió la puerta con tanta rapidez como su anciano cuerpo le permitió.

—Augusto, entra, por favor —le convidó don Heraclio.

—He venido a ofrecerle en venta estos machetes, los he hecho con materiales de calidad inigualable —explicó el motivo de su visita el corpulento herrero.

Don Heraclio tomó el afilado utensilio y miró su reflejo en la hoja. Por su mente ofuscada cruzaban ideas vengativas, y para esto, el herrero sería útil.

—Supongo que ya te enteraste lo que sucedió con mi hija —dijo el viejo.

—¿Paola está bien? —Preguntó Augusto preocupado.

Aquel herrero, desde hacía mucho había sido el principal pretendiente de los amores de Paola, por ello tanto interés en su bienestar.

—No lo está —aseveró don Heraclio y procedió a contar lo sucedido, y como la marquesa le "arrebató" a su hija.

Augusto se encendió de desesperación, este era un tipo alto, de antebrazos enormes, una espalda ancha, y unas manos duras con las que trabajaba el hierro. Don Heraclio sabía que un tipo aguerrido como Augusto, no iba a quedarse de brazos cruzados, solo debía inocularle el complejo de héroe salvador.

—No imagino como debe estar pasándola mi niña, a merced de esa terrible mujer —expresó apesadumbrado don Heraclio. —Mi hija tan indefensa, tan frágil y pequeña.

—Cálmese, que de seguro no será por mucho tiempo —aseguró Augusto sacando el pecho.

Aunque no se lo dijo a don Heraclio, Augusto estaba dispuesto a ir en rescate de su deseada doncella. Terminada la visita a don Heraclio, el fornido herrero tomó su estoque y su fusil, ensilló su caballo y cargó las provisiones para el viaje, salió entonces a todo galope rumbo a San Ferrán. Augusto tenía muy clara su misión de rescatar a Paola, pues estaba convencido que sería un punto a su favor en pro de conquistarla.

Augusto había cabalgando velozmente durante horas hasta llegar al pequeño pueblo de San Ferrán, en los límites del estado. Llegó a la pulpería, en el centro, era tal vez el único lugar concurrido a esas horas de la madrugada. El herrero pidió un trago para contrarrestar el cansancio del viaje, y ya entrando en confianza con el cantinero, se atrevió a hacerle un par de preguntas.

—¿Es usted de por aquí? Su merced.

—Nací en Valadez, no muy lejos de aquí, pero San Ferrán me ha visto crecer —respondió el hombre de mediana edad.

—Me imagino que conoce a la marquesa —supuso Augusto.

—Todo mundo conoce a Miranda De la Oca Manríquez, marquesa de Valadez y San Ferrán.

—Suena largo el nombre, debe ser una persona importante.

—Pueda ser. Al morir el marqués, su ilustrísima abdicó a dicho título nobiliario, así que este no tiene ningún valor ya, pero la marquesa sigue teniendo gran respeto por quien en vida fue su marido... Y por la gran fortuna que ella ha amasado con las apuestas.

—Demasiado poder para una mujer. —se mofó Augusto.

—En casos de necesitar ayuda, un juicio justo, o un consejo, la gente acude a su ilustrísima más que a los verdaderos marqueses. Por algo ha de ser ¿No?

Augusto frunció el ceño.

Diego había estado en una de las mesas más cercanas y alcanzó a escuchar toda la conversación entre Augusto y el cantinero; encapuchado e inadvertido siguió prestando atención para ver que información podía conseguir de aquel intruso tan interesado en la marquesa.

—Y a todo esto ¿A qué viene la pregunta? —pidió saber el cantinero.

—Tiene algo que me pertenece... mejor dicho a alguien...Y la recuperaré por las malas.

—Debe saber que es casi imposible acceder a ella y a su casa por la mala, tiene una decena de guardias.

Augusto se sintió retado, las cosas difíciles y los desafíos le encantaban.

—Ya lo veremos —dijo Augusto decidido.

Diego dejó sobre la mesa un puñado de reales para saldar su deuda y sin llamar la atención salió de la pulpería. Caminó hacia la casa para advertir a la marquesa de que un intruso andaba por ahí con intenciones no muy buenas. Mas cuando iba a mitad de camino, un plan diferente se le reveló en la mente, pensó que sería buena idea dejar al intruso acercarse a la marquesa, para después, en una demostración de valentía pura, acabarlo, y con esto lograr impresionar a esa mujer, de quien en secreto estaba enamorado.

El corazón de La MarquesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora