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Pasaron dos semanas desde la llegada de Paola a la casa de la marquesa, los días se pasaron entre los frecuentes encontronazos y desavenencias entre ella y la marquesa. Se volvieron comunes los castigos, latigazos y bastonazos en horas del día, y por las noches hablar tras el muro como si fuesen amigas de toda la vida, con una estrecha confianza e intimidad. A esas alturas, Paola ya conocía todos los dolores de antaño que la marquesa llevaba dentro. Esa mañana era también el quinto día en que Augusto no había vuelto, y Paola comenzaba a preocuparse, aunque tampoco seguía muy segura de querer irse, a pesar de extrañar a su padre, había desarrollado un apego profundo e inexplicable hacia la marquesa.

Mientras realizaba sus tareas matutinas en los establos, Paola había estado observando a la marquesa, quien desde temprano había estado cerca de ahí, cerrando la venta de un potro zangersheide con un tipo que parecía bastante interesado en el ejemplar. Paola empezaba a consentir en ella una sensación nueva, era como fuego en su interior, sabía que la marquesa le gustaba aunque se convenciera de lo contrario, pero de un tiempo a la fecha, había empezado a desearla, fantasear con algo físico, cada golpe que recibía de ella se sentía excitante, debía sellarse los labios para no pedir otro a gritos.

—¡Santo cielo! —exclamó Paola con los ojos puestos en la marquesa a la distancia.

Aquella mañana la marquesa llevaba puestas sus ropas de equitación, y Paola apenas podía respirar ante la sensualidad de la marquesa, sus faldas holgadas y esa chaquetilla pegada a su delgado talle la hacían realmente irresistible.

Mientras Paola estaba embobada con la marquesa, fue interrumpida por Augusto quien por fin había vuelto y apareció de repente.

—¡Augusto, volviste!

—Déjame hablar —pidió él antes que nada. —tuve un problema de hombres en la pulpería, y me detuvieron los gendarmes, estuve preso, no es que te hubiera abandonado.

—¿Estás bien?

—Si, lo estoy. Oye, no tengo mucho tiempo, debo irme ya —dijo Augusto como intranquilo. —Espérame hoy a la medianoche, vendré preparado para llevarte conmigo, conseguí lo necesario para escalar hasta el balcón y cortar los barrotes.

—Esperaré.

—Déjame abrazarte —susurró Augusto tomando en brazos a Paola.

La marquesa volvía ya a casa, y de camino descubrió la reunión de Paola y Augusto en la caballeriza, les vio abrazarse y sintió algo extraño entre sus adentros, una ira que le estaba rebasando, le cegaba, le carcomía. Pero esperó a llegar a casa, ahí la mandó llamar. Sólo minutos pasaron cuando Paola sin esperarse lo que vendría, entró a la habitación de la amarga marquesa.

—Aquí estoy, su ilustrísima.

—¿Qué pasó durante tu trayecto de las caballerizas a la casa? —Preguntó la marquesa levantando el tono de voz.

Paola comenzó a asustarse.

—No entiendo de que me habla —respondió Paola despistada.

—Odio tener que hacer esto —dijo la marquesa mostrando el bullwhip que llevaba en las manos. —...Pero más odio que me mientan.

Paola soltó involuntariamente un sollozo de terror al saber que sería golpeada, enrojeció y su corazón se aceleró; en ese momento no podía discernir si realmente era miedo lo que sentía o era sentir aproximarse ese extraño placer que resultaba de ser lastimada.

La marquesa por alguna extraña razón se detuvo y no pudo hacer efectivo el castigo, sentía una inusual compasión, aún más fuerte que sus celos. «¿Celos?», se cuestionó, le costaba creer que en verdad estaba celosa de que Paola hubiera hablado con alguien más, pero «¿Por qué?». Claro, porque de un tiempo para acá sus sentimientos hacia ella se habían vuelto confusos.

—Ven acá —gruñó la marquesa tomando bruscamente a Paola de ambas manos. —Dime ¿Porque hablabas con ese miserable? ¿Por qué se abrazaron? —Preguntó con gritos.

—Me está lastimando —se quejó Paola,

Con mucha facilidad, la marquesa jaló a Paola hacía ella, y estando tan cerca la una de la otra pareciera que el tiempo no pasara, que se hubiera detenido en el instante en que estaban frente a frente, Miranda sentía perder el control cuando su boca jadeante estaba cerca de la de Paola mientras estrujaba fuerte sus antebrazos cerca de su pecho. Paola notó que la marquesa tenía su oscura mirada puesta en sus labios, le pasó entonces un impulsivo pensamiento de acercarse un poco más y ser besada por ella, le pareció una locura, pero ese calor y tensión que había entre las dos no era normal, así que simplemente cerró los ojos y se dejó llevar, los labios de la marquesa estaban a milímetros de los suyos, tanto que podía sentir su aliento tibio... Pero el beso no se consumó. Fue la misma marquesa la que terminó con el momento, hizo a un lado a Paola y le ordenó salir de sus aposentos.

Paola salió de la habitación, tuvo que obligarse a guardar la calma, pues seguía corriendo por sus venas un golpe de adrenalina, y una euforia inexplicable que hizo temblar sus piernas, producto de el encuentro con la marquesa; ahora estaba segura que esta sentía lo mismo que ella.

Miranda se quedó reflexionando lo sucedido, por qué la había perdonado, por qué le tembló la mano para corregirla... y por qué sintió ese impulso de besarla. Gruñó molesta consigo misma e incapaz de aceptar que la muchacha le provocaba algo más que ganas de pegarle, tal vez tomarla íntimamente, llevarla a los limites del placer en perfecta mezcla con dolor. Pero también estaba el autocontrol, pues sabía visionariamente que si esa muchachita caía en su cama, la destruiría, como lo hace una fiera con un pobre cervatillo.

~*~

La noche pasaba y Paola en sus aposentos se había quedado esperando en vano, aquella noche, a diferencia de las pasadas, la marquesa no pareció para conversar con ella tras la pared. Pensó con tristeza que lo de hace un rato había vulnerado el vínculo que comenzaba a formarse entre ellas, y que muy probablemente había confundido las cosas y la marquesa no tenía ningún sentimiento por ella.

Miranda estaba en el vestíbulo, bebía los últimos tragos de una botella de vino, sentada en el sillón frente a la pintura enmarcada de su difunto marido a quien amó con toda el alma, era por este profundo y devoto amor que alguna vez le tuvo, que ahora la atormentada el remordimiento de creer que le fallaba, pues empezaba a sentir algo por Paola.

—¡Joder! —Exclamó molesta la marquesa haciendo añicos la botella contra la pared.

Un lúcido recuerdo le llegó de pronto a la marquesa, de imprevisto y como una revelación, o una respuesta a su incertidumbre tuvo la remembranza de un momento que compartió con el joven marqués un día antes de su boda, «Quiero que siempre seas feliz, Miranda, y si yo no pudiera hacerte serlo, quiero que sigas tu corazón y lo seas dónde el te lleve», decía Adalberto con franqueza y mirada tierna; en aquel momento tanto él como Miranda eran sólo unos chiquillos inexpertos en la vida, y esta última aún más, que nunca logró entender por completo lo que contenían aquellas palabras, hasta ahora, al fin lo comprendía, el marqués hubiera deseado verla feliz de cualquier forma aún cuando él ya no estuviera.

La marquesa empezaba a creer que era momento de dejar esa amargura que oscurecía su vida, y permitirse ser feliz; pero ya estaba un poco ebria y decidió ir a recostarse, pensar de más nunca había sido una de sus ocupaciones favoritas.

El corazón de La MarquesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora