Capítulo 15

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De todas las ciudades del país, La Capital era la que más llamaba la atención a los turistas, y no solo porque el Auditorio donde se presentaban los proyectos estuviera ubicada ahí, sino que se podían apreciar varios edificios con diseños extravagantes y finos y la ciudad siempre permanecía iluminada, noche y día, gracias a toda la población que nunca dejaba de trabajar. La Capital nunca se daba un descanso.

Las personas decían que era el lugar más hermoso en el país, pero la belleza es subjetiva, ¿cierto? Por ejemplo, antes de convertirse en una concurrida ciudad, el sector había sido un enorme bosque donde habitaban miles de especies animales y había árboles y flora de toda clase.

Un grupo de humanos llegó a la conclusión de que ese paisaje no era para nada agradable y coincidieron en que unos cuantos edificios arreglarían el problema. Así, acabaron con todo ser viviente que se interpusiera en el camino y construyeron La Capital, acción que no hubieran realizado si la lista de animales y plantas en peligro de extinción hubiera llegado a ellos a tiempo. Pero en lugar de pensar constantemente en estas acciones perjudiciales para el Planeta, los humanos lo olvidaron como si no hubiera pasado y prefirieron quedarse parados por varios minutos, incluso horas, admirando las enormes edificaciones que no permitían que se visualizara el cielo.

Definitivamente el ser humano le tenía envidia a la naturaleza.

Sin embargo, había un pequeño sector alejado de toda la civilización, donde una humilde y pequeña residencia se alzaba en el centro de un patio rodeado de una pared. En él, se podían encontrar varias plantas, en su mayoría, mala hierba, pero había un único árbol que crecía en la esquina más alejada de la vivienda, uno pequeño pero lo suficientemente frondoso como para dar sombra a un par de niños que descansaban de todos sus juegos bajo sus ramas cargadas de hojas que los protegían del sol, pero les permitían recibir la brisa del día.

Mientras ambas criaturas dormían plácidamente, una figura los vigilaba a través de una ventana desde el interior de la casa. El hombre en cuestión cargaba en sus brazos a una pequeña niña que había caído rendida en sus brazos tras una mañana de intensos juegos con sus hermanos, solo que no alcanzó a escoger un lugar para descansar y su padre la encontró tirada en el suelo donde habían estado divirtiéndose.

Su padre la llevó cautelosamente a su habitación y la arropó en su cama para que pudiera descansar cómodamente. Ya con su hija durmiendo acurrucada en sus sábanas, no pudo dejar de admirar lo hermosa que era, con su cabello corto negro cayéndole en la cara y sus bonitos labios delgados que siempre formaban una sonrisa cuando dormía. ¿Por qué sus padres tuvieron que abandonar a un ángel tan divino? Nunca obtendría la respuesta, pero supuso que tuvo que pasar algo realmente malo como para dejarla sola.

Dejó de admirarla y se dirigió a su oficina con mucho sigilo, cerró la puerta tras él, se dejó caer en su silla de escritorio y rompió en llanto.

Amaba tanto a sus hijos, aunque no fueran biológicamente suyos y, por nada del mundo, quería que se los llevaran a la Rivera. Aún faltaban muchos años, pero no quería que tomaran la decisión de su hija mayor y lo abandonaran.

Sabía que la Riviera era un hermoso lugar para su querida Carla: le mandaba fotos y postales diciéndole que era como un sueño, pero nunca le daba señales de que regresaría. Sin embargo, al enterarse en los noticieros de lo ocurrido en el Auditorio, había empezado a dudar de si todo lo que les decían de la Riviera era verdad. Pero si no era así, entonces... ¿su hija estaba muerta?

Simon Atticus negó a esa suposición y trató de esfumarla, pero ahora no dejaba de darle vueltas al asunto y sabía que no era la única persona que estaba en el mismo dilema, de seguro muchos habían comenzado a cuestionarse lo que era cierto y lo que no.

La Riviera de las AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora