MEMORIAS 3

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Pronto se seleccionarían a los mejores soldados, la competencia era reñida. A las cinco de la mañana se levantaba para entrenar con su hermano mayor Haruken. Prefería la intensidad del combate con Ren, su hermano tenía mucha piedad. Si iba a resaltar no podía acostumbrarse a que le permitieran usar ataques sorpresas ni le burlara sus espadazos. Prefería la llanura porque era terreno liso, en las colinas el equilibrio no era su fuerte. Ejemplo de esta falla fue rodar por la pendiente hasta el inicio del bosque.

-Allen, tener que mejorar el equilibrio. Sera una vergüenza si un soldado cae en pleno combate. Lo más seguro es que morirá-Haruken se reía desde arriba, le gustaba molestarlo con sus burlas.

-No tiene chiste. Es demasiado empinado, debemos de ir a las llanuras.

- ¿Eso fue un disparo? -dijo el mayor con la mirada al fondo del bosque.

-Vayamos a ver.

-Allen-Haruken le detenía por el brazo cuando estuvo bajó- ¿Estás loco? ¿Y si son bandidos?

La mejor cualidad que tenía ese niño era su terquedad, no escuchaba ninguna señal de alerta. No le importaban los bandidos, solo quería ir. Por su mente pasó que podría tratarse de su felina, las esperanzas es lo último que se olvida. La tierra tenía muchos besos que entregarle tras soltarse del agarre. En el segundo tropiezo se cubrió la cabeza por reflejo por el disparo inesperado.
Haruken apuntó su espada por si algo ocurría, aunque el olor a muerto le enfermaba. El escenario presente ejemplificaba un campo de batalla de aquellos que escuchaba en los relatos. A la hora del almuerzo, los coroneles les contaba de la vida en sus batallas, pero jamás mencionaron que los muertos se morían con una sonrisa. Como si estuviera acostumbrado, el menor de los hermanos se levantó sin cubrirse la nariz. Con la vista al frente sacudió su ropa, se quitó la chaqueta negra, pues la espalda tenía polvo. En realidad, lo hizo con otro objetivo. Con el cambio de uniforme quizás no le reconocería, pero al no tener la cabeza cubierta pudiera hacerlo. Sonrió de satisfacción por quién sostenía la pistola, nuevamente sus teorías acertaban.

-Eres tú-dijo en susurro.

-Allen, vámonos-Haruken apenas pudo hablar por vomitar al ver tanta sangre encima de una persona.

-No-dijo firme-Me he preguntado donde estaría y veo que ha podido salir al aire libre-le hablaba a la pistolera.

Sin temor se acercó pendiente de como recargaba su arma para usarla si era necesario. El brazo donde alguna vez hubo una herida tan profunda como un abismo sostenía un revólver. Antes solo usaba cuchillos para matar, la situación había cambiado al verla con otra herramienta. Con los dedos en el gatillo apuntaba con la vista en otra dirección. Sabía que tenía a otra persona delante, pero si calculaba el ángulo, estaba segura que no le tocaría.
Allen sabía que no le iba a disparar, era evidente que se sentía amenazada. La sonrisa genuina de cuando la liberó, volvía a mostrársela con un poco más radiante por la felicidad que sentía. Deseaba correr a abrazarla, poder decirle cuanto se preocupó, pero no quería asustarla. Dando pasos cortos para no arruinar su encuentro observaba con cuidado la nueva apariencia de la tigresa.
La felina sin duda no era la misma, pues sus ojos ya no mostraban confusión, sino seguridad. Como su cabello lo tenía atado con un broche de flor, pudo apreciar un poco más su belleza. El accesorio se veía costoso, por eso asumió que no proviniera de una familia pobre. Muchos niños que eran torturados provenían de clases bajas o eran secuestrados. No. Ella no era de la región de Saruka. Si alguien conocía la ciudad como la palma de su mano era él. La mayoría de las niñas solían tener la piel tostada, una tigresa blanca era una rareza. Su ropa no eran mugrientas, una blusa de mangas largas y un pantalón manchado por el barro. El diseño del pantalón ancho en las patas y las mangas de la blusa le afirmaban que era extranjera. Al menos que fuera una nueva moda, no tendría otra razón para descartar su vestimenta. Pocas veces se daban casos de niños exportados, sin embargo, algo se le escapaba. Aunque no había duda, era perseguida, por eso los cadáveres.
La primera lluvia de hojas de otoño cayó sobre ellos tres. El viento sopló tan fuerte que le permitió ver las botas por debajo del pantalón. Su vida cambió, así como la niña que sonrió lista para disparar. Quería avanzar, más se detuvo por el derrame de la sangre de una bala que disparó por error.
Haruken asustado vió a su hermano frenar sus piernas para no tocar con la rodilla las hojas que cayeron. Tanto tiempo entrenando le enseñó que para derrotar al enemigo, el miedo del dolor no podía existir. Mordió su labio, soportaría el dolor sin quejarse ni gritar. Su hermano mayor usó una tela de la camisa de un muerto como un vendaje que permitiera llegar a la casa. Su primer acto ciego por atacar a su familia fue apuntarle con la espalda. Correría y le devolvería el ataque, sin embargo, Allen le pidió que no lo hiciera.
Su estrategia funcionó, ese niño podía ser demasiado entrometido. Liberarla era muy distinto a lo que se enfrentaba. Tenía confianza que interpretaría su señal, pues sin la boina pudo ver bien su rostro. Hace un año no le quería concentrar la mirada, más, sentía el deseo de poner a prueba su inteligencia. Se marchó a las orillas de un río detrás de unos arbustos, allí le esperaría. Con sus manos unidas bebió un poco de agua, tanto correr le tenía la garganta seca. Presintió a su enemigo por el crujido de unas ramas entre tanto silencio. Estaba más cerca de lo que creía, iba por ella sin dudar. Podía aparecerse en cualquier momento, por suerte su arma seguía cargada. Era uno solo por la cantidad de pisadas sobre las hojas, aunque le diera la espalda se imaginaba que aprovecharía para dejarla inconsciente.
Los combates que empezó a experimentar desde su salida le sirvieron para impedir que personas como Ren la mataran. Ambos en un forcejeo cuerpo a cuerpo cayeron al río. La profundidad del agua era suficiente para ahogar una persona. Un tigre enfrentándose a un cocodrilo tendría la desventaja. Le golpeó con su pistola las veces que fuera necesaria para salir a tomar aire. Cerca de la orilla se apresuró a subir, más no sería tan fácil. La retenía por el cuello, pero una mano la salvó cuando el reptil le azotó la espalda con la cola. La tigresa se quedó perpleja por quién le bridó la mano y ver la fuerza que hacía sobre su herida. Allen la sacó del río viendo en la sombra del soldado a los demonios devorar su alma.

LA NIEVE SIN VIDA LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora