Nervios.

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Escuchaba las campanas de la iglesia y el murmullo de la gente. Me sentía disfrazada con la ropa que llevaba puesta, no me había imaginado estar así con mi edad pero aquí estaba. Sentí un brazo rodear el mío y escuché la voz de alguien dándome ánimos e intentando calmarme. No le preste atención a las palabras que llegaban a mis oídos solo podía escuchar el latido de mi corazón usando la máxima potencia haciendo que sintiera el corazón a punto de estallar.

Suspiré con fuerza cargándome de valentía para entrar a la iglesia blanca y Pequeña que había frente a mi. Sabía lo que me esperaría dentro y estaba muy nerviosa, más de lo que había estado nunca.

Nada más puse un pie en su interior todo el mundo me miró, sentí el peso de decenas de personas cayendo sobre mi. Estaba más nerviosa que antes y sentía lágrimas acumulándose en mi ojos, ¿Estaba pasando de verdad?

El cura parecía una figura de otro planeta, vestido con esas togas blancas y bordados enrevesados. También mirándome, preparandose para soltar un discurso y preparándome para afrontar lo que iba a pasar.

Notaba las lágrimas cayendo por mis mejillas y di gracias mentalmente a la maquilladora que me hizo todo a prueba de agua, por si algo así pasaba. Vi al amor de mi vida al lado del cura, más guapo de lo que nunca lo había visto. Vestido de traje negro y sonriéndome.

Ahí todo se calló, el murmullo de los invitados, las campanas en lo alto de la iglesia, la música suave que tocaban de fondo y el bombeo de mi corazón. Todo se calló dejando paso a un silencio lleno de paz y del amor que veía en mi prometido.

Todo era mágico, ahora lo veía. Flores por todas partes, y lo mejor de todo. El amor de mi vida esperándome a unos metros de mí.

Las lágrimas caían con más fuerza por mi cara y la sonrisa que llenaba mis labios salió de forma incontenible. Todos los nervios, la presión y el miedo. Todo se esfumó con tan solo verle a los ojos.

Minutos más tarde tras haber escuchado el sermón del cura salimos él y yo de la iglesia. Agarrados de la mano, sonriendo como dos tortolitos enamorados y con el sí quiero recién pronunciado.

Mirando a lo que más amaba en mi vida, perdiéndome en sus ojos marrones me di cuenta que ya no era mi novio, ya no éramos dos adolescentes. Ahora quién me hacía reír cuando los chistes no tenían gracia era alguien a quien podía llamar esposo, mi esposo.

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