El monstruo.

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Estábamos en el parque. Ambos sentados en distintos bancos, con metros separandonos. Él a un lado y yo en el otro. Ni siquiera sabía que yo estaba aquí, pero yo si sabía que él estaba.

Desde que había llegado al parque con mi hijo sabía que estaba allí, ríendo con los que supuse que serían sus amigos. Con una postura tan relajada que le hacía ver como un hombre feliz sin más.

Pero yo sabía que no, sabía que no lo era.

Mi hijo fue corriendo al parque y empezó a jugar con uno de sus amigos del colegio. ¿Carlos se llamaba? No lo recordaba; mi mente no podía pensar en el nombre de un niño de 4 años cuando él estaba allí, pareciendo un ser inocente.

Algo dentro de mi estaba tenso, en alerta. Los recuerdos amenazaban con llenar mi cabeza, poniéndome cada vez más nerviosa al ver que no podría impedir recordar aquella parte tan oscura de mi vida.

¿Como alguien podía destruir a una persona durante años y reír genuinamente como si nada? No podría entenderlo, porque conocía el dolor de esa destrucción, conocía de primera mano lo que esa risa causaba.

Dolor, sangre, llantos. Tres palabras que llenaban mi vida no mucho Tiempo atrás. Todas causadas por él. Por sus abusos, sus golpes sus palabras. Todo por el, mis cicatrices, mis recuerdos... Mi hijo.

El pequeño que corría por el parque sin saber que si progenitor estaba allí. Mi hijo que fue fruto de uno de mis peores recuerdos.

El fue lo único bonito que me dió ese monstruo sonriente.

Mi niño vino a enseñarme como corría pero por mucho que traté de mirarle no podía despegar la vista de mi monstruo. Por alguna razón pensaba que si apartaba la vista el aprovecharía y volvería a mí. Volvería a por mí.

Y fue eso exactamente lo que pasó. Cuando conseguí dejar de taladrarle con mi dolor para prestarle toda la atención a mi hijo el me vio. Y no dejo de mirarme.

Ni cuando levanté a mi hijo al caerse ni cuando me volví a sentar en aquel banco. Lo miré en cuanto estuve sentada y algo en mi se congeló.

Me sonreía. Su mirada fija en mi me decía que sabía quién era, que sabía que había hecho. Sus ojos se trasladaron hacia mi pequeño lentamente oscureciéndose mientras lo hacía. No se en que momento sus amigos se habían ido; porque ya solo estaba él en el banco. Observando a su hijo.

Mi primer instinto fue levantarme, acercarme a la pequeña valla del parque y llamar a mi hijo. Gran error. Ahora me miraba a mi, la curiosidad invadía sus ojos y esa sonrisa que me ponía cada vez más nerviosa seguía ahí.

Mi pequeño salió del parque, protestando porque quería seguir jugando con los niños pero yo le dije que teníamos que volver a casa. Se negó y mi miedo ascendía como una corriente helada paralizando cada célula de mi piel.

Ya no estaba en el banco. Mi corazón empezó a palpitar a una velocidad que hacía mi pecho retumbar. Tenía que salir de allí, tenía que hacerlo ahora. ¿Que iba a pasar?¿Dónde estaba? ¿Por qué había vuelto?¿Por qué ahora?

Mi vista se empezó a nublar, mi hijo lloraba y no sabía dónde estaba mi monstruo. Cogí al pequeño entre mis brazos y eché a andar, prácticamente corría. Solo oía mis pasos y el llanto de mi angelito, me estaba dando un ataque de pánico y no podía hacer nada para evitarlo.

No supe si él me estaba siguiendo o si simplemente se había ido. Solo quería llegar a mi casa. Llegar a salvo. Los llantos me retumbaban en los oídos igual que los latidos de mi corazón. En este punto ya no podía distinguir si quién lloraba era mi ángel o yo.

Pero todo mi mundo se quedó en silencio cuando atravesé  la puerta de madera maciza de mi apartamento. Abracé con todas mis fuerzas el pequeño cuerpo del ángel que me había salvado esos últimos cuatro años. Lloré y me rompí mientras mi hijo me preguntaba asustado que pasaba. No tenía palabras, no tenía voz para hablar.

Esa noche mientras mi pequeño me abrazaba dormido y mi mente terminaba de destruir mi mundo mi teléfono vibró en la mesilla de noche junto a la cama. Al estirar mi mano para cogerlo esperé ver alguna notificación de YouTube que pudiera distraerme un rato. Pero en su lugar vi algo que me trajo de vuelta esa sensación de pánico.

Un mensaje de un número desconocido que no necesitaba nombre para decirme quién era. El monstruo.

—No me he olvidado de ti.

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