Prólogo

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La lluvia no parecía querer detenerse durante la noche, mi mente circulaba a toda velocidad mientras mi vista distorsionaba la realidad en el exterior del restaurante. La gente se aglomeraba alrededor de la entrada y de la ambulancia, al mismo tiempo que trataban de averiguar entre ellos qué es lo que había pasado; por qué hay un niño tumbado en la camilla de urgencia con el cráneo abierto como una cáscara de huevo.

Mi hijo mayor, el cual se encontraba de pie a mi derecha, no paraba de gritar incoherencias y las lágrimas corrían por sus mejillas, raudas y salvajes. Mi mujer, en cambio, corría al lado de la camilla de urgencias, acariciando el pequeño rostro desfigurado de nuestro hijo, su mirada retorcida mientras se daba cuenta de que las gasas no detendrían la hemorragia a tiempo para la operación. Podía observar desde aquí cómo su pecho ascendía y descendía a ritmos anormales, en cualquier momento se iba a desmayar.

Yo, para mi suerte o mi desgracia, no podía sentir nada. El estado de shock que mi cuerpo me indujo a la fuerza superaba por completo mi capacidad de reacción, ¿cómo ha podido pasar esto? ¿No había nadie de seguridad vigilando el escenario de Fredbear y Springbonnie?

Mi pequeño Christopher estaba abandonando este mundo y su padre ni siquiera era capaz de acercarse a la ambulancia a pedirle disculpas por lo que sufrió. 

Apenas hace dos meses que falleció mi pequeña Liz por un accidente semejante. No podíamos perder otro hijo, simplemente no podíamos... No en ese momento.

Me giré a comprobar el estado de Michael, cuyo rostro se mantenía de llorar con fuerza. Torné de nuevo mi mirada hacía la escena de la ambulancia antes de que cerraran las compuertas con mi mujer y mi hijo dentro, observé cómo se alejaban a toda velocidad. La multitud no se dispersaba aún fuera del restaurante, pero pude distinguir la cabellera castaña de mi socio de empresa, Henry, yendo de aquí para allá intentando hacer que los espectadores se fueran a sus casas.

Él también se veía preocupado, por el futuro del negocio o porque el segundo hijo de su amigo se estaba batallando entre la vida y la muerte en un coche de urgencias camino al hospital. Eso no importaba en absoluto, el caso era que yo debía estar haciendo lo mismo, era mi deber como encargado del local.

De pronto la visión se me volvió a distorsionar, como si mis ojos se hubieran convertido en cámaras de vídeo VHS, y mi oído comenzó a zumbar con intensidad. Ya no escuchaba el murmullo de los clientes, ya no escuchaba el llanto desconsolado de mi hijo,  que en ese momento tratando de explicar a los agentes de policía qué había sucedido. Solo escuchaba el susurro de una pequeña niña, dentro de mi cabeza.

—Papi, no puedes dejar que se vaya —susurró la voz de mi pequeña Liz dentro de mi cabeza, la cual no estaba seguro de si era real o mi propia demencia.

Un dolor agudo inundó las paredes de mi cráneo, me llevé las manos a mi frente y apreté con fuerza, deseando que, de esa forma, cesara todo el dolor.

En un solo instante, tuve la sensación de que mi cerebro implosionaba al mismo tiempo que se detenía el dolor y sentía una mano desconocida tocar mi hombro. Cuando abrí los ojos, uno de los policías que interrogaba a mi hijo me estaba mirando con preocupación.

—Caballero, ¿quiere que le acerquemos a usted y a su hijo hasta el hospital? Querrá ser el primero en recibir noticias sobre la operación.

Relajé mi cuerpo y, con mi mano derecha, sostuve la espalda de Michael y le di un pequeño empujón para seguir a los agentes a su coche. En menos de un cuarto de hora estábamos fuera, y nos apresuramos a entrar para acompañar a mi mujer en la agonizante espera.

Cuando nos vio llegar, su rostro estaba hinchado de llorar, su ropa teñida en grandes manchas de sangre seca, al igual que sus manos, que se encontraban aun temblorosas. Se levantó del asiento y nos dedicó a ambos una mirada completamente llena de ira y desconsuelo.

Michael, al ver a su madre, trató de acercarse a ella en busca del calor de sus brazos, pero ella lo detuvo de una bofetada que sonó por todas las paredes de aquella sala de espera.

—¿Te has quedado a gusto? ¿Estás satisfecho? Ya te has burlado lo suficiente de tu hermano, hijo de puta. Espero que esto se te quede grabado para el resto de tu vida, porque para mí tú ya no eres nadie, ¿me entiendes? ¡Ya no eres nadie!

Traté de detenerla mientras mi hijo la observaba con el rostro desencajado, podía ver en sus ojos cómo su alma se resquebrajaba con cada palabra que su madre le escupía.

—Clara, por favor. No es el momento para echarnos las culpas, lo de Christopher ha sido un accidente. Michael no lo hacía con ninguna maldad.

Ella se giró a mí y, por primera vez en toda la noche, me miró a los ojos. Estaban inyectados en sangre, con los párpados hinchados del llanto, pero ya no eran lágrimas de desesperación lo que brotaban de ellos; eran lágrimas de auténtica cólera.

Me alejé lentamente de ella, pero ella seguía avanzando con seguridad hacia mí, hasta que me agarró del cuello del uniforme del restaurante, aun con las manos llenas de la sangre seca de nuestro hijo, y masculló:

—Tú deberías estar rezando por que ese niño salga de quirófano con vida, porque lo de Elizabeth pudo ser un accidente, pero te juro por todo lo que más amo a este mundo que son mis hijos, que te voy a perseguir por el resto de tu miserable vida. Acabaré contigo, William, y mi primer paso es divorciarme de ti, enfermo de mierda. Tú y el psicópata de tu hijo podéis desaparecer de mi vida.

—Clara, amor...

—Habéis asesinado a mis niños.

Intenté zafarme lentamente de su agarre, pero sus manos eran firmes. Mi corazón comenzó a golpear con fuerza mi pecho y empezaba a sentir toda la adrenalina que mi cuerpo no me permitió experimentar cuando escuché los aullidos de dolor de mi hijo en el momento en el que su cabeza se encontraba a pocos segundos de ser aplastada por la mandíbula de Fredbear.

Mis ojos se llenaron de lágrimas por primera vez en meses, mi familia se estaba desmoronando por culpa de un destino que yo dicté para otros.

No era mi hijo quien debía quedarse atrapado por el malfuncionamiento de los resortes de los animatrónicos.

No era esta la venganza que tenía en mente.

—El remanente, papi —susurró de nuevo la voz de Elizabeth—. Podemos salvar su alma.

Las palabras de mi pequeña hicieron que apartara a Clara de un empujón, y comencé a andar rumbo al restaurante. Escuchaba a mi mujer y mi hijo gritarme a mitad del pasillo, pero mis oídos volvían a escucharlo todo opaco. Me limpié las lágrimas, luchando por que mi vista no volviera a distorsionarse. No ahora.

Solo me preocupaba que los policías no tocaran la escena del crimen antes de llegar, porque entonces ya sería demasiado tarde.

Lo que no esperaba es que, esa misma noche, todo el pueblo consideraría nuestro Fredbear's Family Diner como el restaurante de la mordida del '83.

Él siempre vuelve [William Afton]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora