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Hubo un quejido, alto, largo, y de manera explícitamente doloroso. Más de cerca se parecía al de un animal herido. Aunque con un animal, no habría habido tantas palabrotas. Estos ruidos que venían detrás de mí no eran de diversión. No, estos ruidos venían de un nivel especialmente particular del infierno llamado: La mañana después de un camión cargado de alcohol.

—Calabacita. —Enterró su cara en la parte posterior de mi cuello,
presionando su piel caliente contra mí—. Mierda.
—¿Hmm?
—Duele.
—Mm.

La mano enterrada en la parte delantera de mis bragas se flexionó y curvó. Presionó todo tipo de lugares interesantes, haciéndome retorcer.

—¿Por qué pones mi mano dentro de tu ropa interior mientras duermo? ¿Qué es eso? —murmuró—. Dios, bebe. Estás fuera de control. Me siento violado.
—Yo no lo hice, cariño. Lo hiciste tú.

Gimió de nuevo.

—Fuiste muy insistente con tener tu mano allí. Me imaginé que después de que te durmieras podría moverte. Pero no fue así. —

Froté la mejilla en mi almohada, su bíceps.

—Este pene es mío. —Sus dedos se estiraron, empujando contra la tela de mi ropa interior, acariciando accidentalmente sobre la parte interna de mis muslos. No era el momento para excitarnos. Teníamos pendiente una charla.

—Sí, eso fue lo que dijiste. En repetidas ocasiones.

Gruñó y bostezó, luego frotó sus caderas contra mí. Su erección mañanera presionando contra mi culo.

—No deberías haberme dejado beber tanto. Eso fue muy irresponsable de tu parte.
—Me temo que eso también lo hiciste tú. —Traté de sentarme, pero su brazo me sujetó.
—Todavía no te muevas.
—Necesitas agua y Advil.
—Está bien.

Su mano se retiró de mi entrepierna y se dio la vuelta, quedando de espaldas, jadeando y resoplando. No conseguí meterlo en la ducha la noche anterior. En consecuencia, esta mañana los dos apestábamos a sudor y whisky. Le conseguí una botella de agua y un par de pastillas y me senté en el borde de la cama.

—Siéntate. Trágatelas.
Abrió un ojo legañoso.
—Tragaré si tú lo haces.
—Hecho.
—Será mejor que lo digas en serio.
A un hombre no le gusta que le mientan acerca de ese tipo de cosas.
—Muy lentamente se sentó. Sacó la lengua y dejé caer las pastillas, luego le entregué el agua. Por un rato se quedó ahí, bebiendo agua y mirándome.
No tenía idea de lo que venía después, lo que debería decir. Era mucho más fácil simplemente hacer bromas estúpidas que intentar ser profundo y significativo.
Para ayudarlo.

—Lo siento —dije, sólo para romper el silencio.
—¿Por qué? ¿Qué hiciste? —preguntó en voz baja.
—Me refiero a lo de Lori.

Encogió sus piernas, apoyó los codos en las rodillas y agachó la cabeza. No se escuchaba ningún ruido, excepto el del aire acondicionado al hacer clic, el
tintineo de los cubiertos o algo de la habitación de al lado. Cuando finalmente levantó la mirada, vi sus ojos enrojecidos y cristalinos. Los míos de inmediato hicieron lo mismo con empatía. No había una parte de mí que no doliera por él.

—No sé lo que se siente, así que no voy a fingir que lo hago —dije.
Sus labios se quedaron cerrados.
—Pero lo siento mucho. Y sé que eso no ayuda, no realmente.
No cambia nada.

Todavía nada.

—No puedo ayudarte y odio eso.

Lo cierto era que una parte de querer aliviar el dolor de otra persona era hacerte sentir útil. Pero nada que pudiera decir quitaría su dolor. Yo podría exponerme por completo, entregarle todo, y aun así no detendría lo que estuviera mal con Lori.

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