Capítulo 6: no le digas esto a nadie

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Volkov llega a Rusia la mañana anterior al día de Nochebuena, después de despedirse de Horacio como si no fuera a volver a verlo en meses, aunque la realidad es que volverá a Los Santos antes de que termine el año. Es la primera vez que pasan tanto tiempo separados y con tanta distancia de por medio.

En la capital de su ciudad natal lo conocen casi tanto como en los Estados Unidos, pero cuando el taxi negro, discreto y de ventanas tintadas, se aleja de Moscú en dirección a Súzdal, Volkov empieza a relajarse. En la zona en la que vive su familia, a las afueras, no lo reconocerán por sus papeles en los últimos éxitos del cine americano.

Lo reconocerán por ser quien fue: Viktor, el niño de ojos grises que volvía del colegio dándole la mano a su hermana por si tropezaba. El joven que se marchó para conseguir dinero para su familia cuando su padre se fue y ellos enfermaron.

La verdad, no sabe qué es peor. Le gustaría que la gente no viera lo que fue o lo que puede llegar a ser cuando lo mira. Le gustaría que, al mirarlo, lo vieran sólo a él. Quizás ese fue uno de los motivos por los que se enamoró de Horacio, porque es la única persona que, cuando mira a Volkov, lo ve a él de verdad.

Tal vez es la única persona con la que Volkov puede ser él de verdad.

La nieve le cubre hasta los tobillos cuando baja del vehículo. Cruza unas cuantas frases en ruso con el conductor, y después le da una propina bastante generosa, teniendo en cuenta que las tres horas de trayecto ya han costado lo suficiente. El conductor mira el dinero y después a Volkov, como si no pudiera creérselo. Está seguro de que no lo ha reconocido, y que se está preguntando qué hace un hombre como él -vestido con ropa discreta, pero cara, y con más dinero suelto en los bolsillos del que él gana en varios meses- en una zona de Rusia como esa.

Pero Volkov no da más explicaciones. Cierra la puerta y se encamina hacia la que fue su casa. En realidad no se fue hace tanto tiempo, pero su vida actual es tan distinta a la pasada que siente que esos recuerdos le quedan muy lejanos. De todas formas, recuerda el camino a la perfección, incluso cuando todo está cubierto de un manto blanco de nieve.

Todo sigue igual a como lo recuerda. La panadería en la esquina de la calle principal, donde compraba dulces al salir del colegio, en la época en la que aún podían permitírselo. Los bancos viejos, con la pintura verde descascarillada, perfectamente alineados alrededor de una fuente en el centro de la plaza, de la que nunca salía agua en invierno.

Volkov recorre las calles vacías. Es una mañana muy fría y al día siguiente es Nochebuena, lo que se traduce en que todo el mundo está atareado en casa.

Incluida su familia. Tiene que esperar unos minutos hasta que Aleksandra le abre la puerta. Cuando lo hace, ella se abraza a él con tanta intensidad que Volkov tiene que dar un par de pasos hacia atrás para recuperar el equilibrio. Lo hace pasar rápidamente, nada más soltarse del abrazo, para que no pase más tiempo al frío y para que Aleksandr y su madre no salgan a la calle a recibirlo.

Volkov estaba nervioso por verlos a ellos dos especialmente, porque tenía miedo de que tuvieran mal aspecto. Pero su hermana no exageró: están mucho mejor que cuando él se fue. Su madre lo abraza con fuerza y él no ve a la mujer delicada de la que se despidió para marcharse a Estados Unidos, sino que ve a la que siempre fue, a la madre que sacó adelante a sus tres hijos incluso en sus peores momentos. Todavía no ha recuperado toda esa fuerza en el cuerpo, pero sí en la mirada.

Su hermano ha crecido varios centímetros. Acaba de cumplir los nueve años, y, aunque es más pequeño que los niños de su edad, tiene las mejillas sonrosadas y muchísima energía.

Volkov se descubre envuelto en un caos que había echado mucho de menos.

—¿Cómo son los Estados Unidos? —pregunta su hermano, mientras Aleksandra le sirve un café a Volkov para que se caliente el cuerpo después del viaje.

Cornelia Street [Volkacio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora