Parte 3

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—Necesito que me cubras mañana temprano—Nando entró a la habitación, retirándose el sudor con el brazo —. Tengo que ir a pagar los impuestos y Dionisia pidió el día libre para ir a ver a su mamá.

—¿Doña Rosario? —Leo despegó la vista del diario de su padre—. ¿Está bien?

—Sí, pero hace rato que Dionisia no la ve y quiere irla a visitar por el fin de semana. En la mañana toma una carreta a Veracruz. ¡Ah! Y nos pidió que nos quedáramos a cargo de Cocol. Está en el primer piso desordenándome los estantes.

—Entiendo. ¿Y tú a qué hora regresas de la intendencia?

—No lo sé, Chisguete —Nando se tumbó en su cama, boca abajo—. Es la primera vez que me toca hacer eso desde... Ya sabes.

—Sí —Leo bajó la mirada.

—La abuela normalmente se demoraba una hora o más, dependiendo de cuánta gente estuviera en la fila. Y eso que normalmente era de las primeras en llegar. Me toca dejar el desayuno y la tanda de panes de la mañana hechos esta noche si quiero llegar de primeras mañana.

—Yo puedo hacer eso, Nando. No tienes porque acostarte tarde.

—No, no. La última vez que te dije que hicieras el desayuno la cocina olió a humo por dos días y tú casi te quedas sin pestañas.

—Ya te dije que no fue mi intención —Leo lo miró molesto —. Solo estaba distraído.

—Lo cuál no es sorpresa para absolutamente nadie —Nando levantó la cabeza de la almohada —. Además, tú te tienes que hacer cargo de organizar la alacena y limpiar los cuartos, Chisguete. Ahí nos estamos repartiendo labores.

—Sí tú lo dices.

—Oye, y por cierto, ¿Cómo va tu brazo?

—Mejor, ya no me duele tanto —Leo respondió, observando la cicatriz de color rosado—. Aunque sí que es una cicatriz bien fea.

—Eso te pasa por torpe y por desobediente, Chisguete, pero menos mal no fue nada grave —Nando se levantó de la cama —. Tengo que ir a organizar la alacena. Hay un poco de atole por si tienes hambre.

—Gracias.

—Nos vemos en un rato, Chisguete.

Leo esperó a no escuchar los pasos de su hermano por las escaleras y dejó el diario sobre la cama. Se incorporó de la cama y se acercó al balcón.

Lo había pensado varias veces. Si se iba a meter nuevamente a la casona de la Nahuala, tendría que hacerlo solo, cuando nadie, ni su hermano ni sus amigos lo estuviera viendo. No es que no confiara en ellos, pero sentía que últimamente todos estaban muy pendientes de él, más de lo que le gustaría. Vigilaban todos sus movimientos y prestaban atención a sus expresiones. Y por mucho que Leo los quisiera, él también apreciaba que le dejaran su espacio. Si alguno de ellos se enteraba de que había algo raro con el dichoso espejo, no lo dejarían acercarse a él, y Leo no quería quedar reducido a una damisela en apuros o a un niño indefenso. Él se enfrentó a la Nahuala, la Llorona, las Momias y a Rousseau; le hizo pelea a Merolick; ayudó al Chupacabras a encontrar a su familia; ayudó a restaurar el orden con los Chaneques y escapó de las garras del Charro Negro. Un simple espejo no era nada para Leo San Juan.

Se encaramó en el marco de la ventana, y brincó hasta agarrarse de una rama del árbol al lado de la habitación. Se escuchó quebrarse ligeramente, por lo que tuvo que pasar a otra, y luego, al suelo. Revisó que nadie lo viera, y se echó a correr hasta la Vieja Casona. Procuró pasar por calles poco transitadas, o de lo contrario alguien lo delataría con su hermano en la panadería.

Las Leyendas: Caos de los Espejos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora