Milagro

57 6 23
                                        

Una breve llovizna golpeaba la choza y estremecía las láminas del techo. Las gotas caían de manera grácil; ligeros golpecitos que producían un sonido molesto, pero bastante hipnótico. En el interior de la choza aguardaba un hombre de lentes, corte militar, bata de laboratorio y complexión media. Octavio preparaba el café de la mañana de forma rudimentaria. Le gustaba lo impráctico pese a ser doctor y tener una licenciatura en ciencias.

El procedimiento era de lo más engorroso: calentaba una pequeña olla con agua hasta hervirla, luego colocaba granos molidos de café en un colador a modo de red y acomodaba dicha "red" en una jarra. Posteriormente, vertía el agua caliente sobre los granos; haciendo pequeños círculos hasta que el café estuviera bien filtrado.

El olor del café inundaba la habitación. La forma en la que Octavio lo preparaba podría ser algo tosca, pero era la única forma de conseguir el sabor correcto. El sabor que a él le gustaba. 

Las cafeteras nunca le agradaron, pensaba que cambiaban mucho el sabor, y ya directamente los cafés de maquina le parecían un acto de absoluto terrorismo.

Octavio agarro una taza de la mesa, levantó la jarra y empezó a verter su contenido en la taza. Al cabo de unos minutos, midió el calor de la taza con sus dedos para luego proceder a dar un sorbo, degustando así, el gran sabor amargo del café... Estaba bueno. 

Sin azúcar, una pureza cuestionable en el sabor y una todavía más cuestionable falta de gusto. Él sabía que muy poca gente se hubiera tomado aquel café, pero le gustaba... Le recordaba a ella.

- Ay Marisela... Ojalá pudieras sacarme de esto -susurró Octavio levantándose de su silla, preocupado. Forzando una expresión serena que apenas podía sostener.

La choza era pequeña, no era su casa, si no más bien su almacén. Allí guardaba lo básico para una jornada de vigilancia: una hamaca, utensilios para preparar café y una radio. Era una sola habitación, la hamaca tendida en medio del cuarto y la "cafetera" en la esquina derecha junto a la radio. Octavio se había pasado las últimas 2 horas evitando mirar la esquina izquierda, porque allí; estaban colocadas una serie de diferentes cajas, Tupperwares, bolsas, sacos y baldes repletos de aquello que Octavio al principio aceptaba, pero que ahora despreciaba. 

- Ha pasado tiempo, supongo -dijo Octavio acercándose a la esquina, contemplando su creación. 

Se dispuso a destapar uno de los Tupperwares. Abrió el pequeño envase chequeando su contenido: múltiples chips microscópicos. Todos los años de vida de su esposa, la mitad de los años de la suya. Todo estaba en esos chips.

Empezó a divagar, dejándose llevar por el sonido de la lluvia y la melancolía de sus recuerdos.

La recordaba perfectamente, aquella mujer de piel morena, ojos almendrados, cabello negro, hermosa sonrisa y cálidas manos. Su querida Marisela por la que él lo hubiera dado todo. 

Recordaba las tardes en la universidad central. Cuando Marisela y él se escabullían en el laboratorio y fantaseaban con lo que algún día lograrían, el mundo que cambiarían a mejor. Es gracioso cómo, con los años, la oportunidad estaba allí... Pero nunca lo lograron. Trabajaron meses sin descanso, viajando por el mundo, conociendo a personas de todo tipo y ayudando en todo lo que les permitiera tener más fondos para su proyecto. 

El sueño de Marisela eran unos chips, específicamente microscópicos, capaces de volver a despertar funciones que, por distintas razones, el cuerpo había decidido no volver a activar.

Octavio, al inicio, no era muy fanático de aquel sueño, pero con el tiempo lo fue. Marisela lo había vuelto mejor persona en todos esos años. Había visto los avances, trabajado en las mejoras, ayudado con la investigación y, al final, había visto como todo aquello culminaba en el éxito de las primeras pruebas con humanos.

Spider-ParasiteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora