Deambulaba por las calles de Selvérkeer, sumergida en el mar de la ciudad que era tan vasto y desconocido para mí. Observaba cada detalle con curiosidad, absorbiendo la vida que bullía a mi alrededor: comercios abiertos, personas apresuradas, animales callejeros y el resplandor de los parques y edificios que se alzaban hacia el cielo.
Cuando caía la noche, buscaba refugio en los rincones más alejados de la ciudad, donde los árboles ofrecían un hogar tanto cálido como frío. Cada noche era una repetición de la anterior, una búsqueda constante de un lugar donde descansar y sentirme segura.
Una mañana, mientras paseaba por el parque temprano, mis ojos se posaron en la mirada de un anciano que alimentaba peces en un pequeño estanque. Me acerqué tímidamente y le pedí permiso para sentarme a su lado. El anciano, con una sonrisa amable, me hizo espacio en el banco.
Después de unos minutos en silencio, el anciano me ofreció migas de pan para alimentar a los peces. Acepté con timidez, emocionada por ver cómo los peces se acercaban a comer. El anciano, con la mirada perdida en el horizonte, me preguntó de dónde venía.
Sorprendida por la pregunta, compartí que había pasado mi niñez en una cabaña en lo más profundo de un bosque. El anciano, sin decir palabra, dejó una sonrisa dibujada en su rostro. "Nunca antes había visto unos ojos tan bonitos", comentó, lo que me hizo sonreír y agradecer el cumplido. "Heredé ambos colores de mis padres", respondí.
El anciano preguntó sobre mis aspiraciones en la ciudad. Expliqué que buscaba oportunidades y la posibilidad de conocer otras personas, ocultándole la verdad. Tras un breve silencio, el anciano rompió el hielo alimentando a un pato que se acercaba al estanque.
La conversación se tornó más personal cuando el hombre preguntó si asistía a la escuela. Revelé que era nueva en la ciudad y que había llegado sola, y cuando el anciano preguntó por mis padres, expliqué que había venido sola a la ciudad, sin entrar en detalles.
El anciano agachó la cabeza y siguió pizcando pan. Decidí continuar y le confesé que los días anteriores me refugiaba en bancos o callejuelas porque aún no había encontrado un lugar donde vivir y no tenía dinero.
Conmovido por mi historia, el anciano me ofreció un hogar en un viejo piso que no utilizaba. Me dijo que su decisión de ayudarme venía de que él se encontraba solo, al igual que yo. Me vio una buena chica, con muchas ganas de seguir adelante. Me contó que tenía un piso que no utilizaba, que era de su hija, pero que hace años ella se emancipó y nunca más volvió.
—Para seguir teniendo el piso cogiendo polvo, puedo dártelo a ti, y así no tienes que dormir más en la calle —me dijo con una sonrisa.
Yo, emocionada por su ayuda y por el gesto tan bonito que había tenido, le dije que no podía aceptarlo ya que no tenía con qué pagárselo. A lo que él me respondió que no me preocupase por el dinero, que era un señor jubilado y quería brindarme su ayuda.
Se levantó con un gesto gentil, indicando con un movimiento de su mano que lo siguiera hacia mi nuevo hogar. Juntos, emprendimos el camino hacia el barrio donde se encontraba aquel piso.
Después de unos diez minutos, llegamos al edificio. Observé con asombro el interior, que contrastaba con su aspecto exterior desgastado. A medida que ascendíamos por las escaleras hacia el tercer piso, el anciano me hablaba de los pequeños detalles de la ciudad, compartiendo historias de su juventud y anécdotas de la vida en Selvérker.
Finalmente, llegamos al número 13, abrió la puerta, revelando un espacio modesto pero acogedor. Entré, sintiéndome agradecida por el gesto generoso del anciano. Él señaló los rincones polvorientos y los trastos amontonados, disculpándose por el desorden. Sin embargo, para mí, ese lugar representaba mucho más que un simple piso, era un nuevo comienzo, un refugio en un mundo desconocido.
"Está bien, no te preocupes", respondí con una sonrisa reconfortante. "Lo limpiaré todo y lo dejaré como nuevo".
El anciano asintió con aprobación, ofreciéndome indicaciones sobre dónde encontrar los productos de limpieza en el portal. Antes de partir, me entregó las llaves del piso con una nota con su dirección y número de teléfono, asegurándome que estaría allí si necesitaba algo.
Mientras el anciano se alejaba, me puse manos a la obra, decidida a convertir aquel espacio en un hogar. Con determinación, comencé a ordenar y limpiar, barriendo el polvo y puliendo cada rincón con esmero. A pesar de la falta de muebles, la cocina funcional, la cama y el baño eran más que suficientes para mí.
Con el sonido del agua corriendo y el aroma a limpieza llenando el aire, me detuve un momento para contemplar mi nuevo hogar. Agradecida por la oportunidad que se me había brindado, sentí un cálido sentimiento de esperanza y gratitud florecer en mi pecho.
Selvérker había sido un desafío desde el momento en que puse un pie en sus calles, pero gracias a la amabilidad del anciano, ahora tenía un lugar al que llamar hogar. Y con esa certeza en mi corazón, me dispuse a construir una nueva vida en esta ciudad.
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Entre dos Mundos
Teen FictionNisha es una joven huérfana con un secreto extraordinario. Posee unas alas que puede desplegar y guardar a voluntad propia. Vive una vida errante en una bulliciosa ciudad, sin hogar ni familia que la reclame. A sus 16 años, ha aprendido a mantener s...