2. AMANECER

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El fresco mistral golpeaba la cara de Magno al contemplar el horizonte desde lo alto de la muralla, viendo como el Nácadis salía sobre las aguas del mar. El chico estaba en completo silencio para escuchar como las olas rompían con fuerza a la vez que veía como los rayos emitidos por el enorme ente de luz iluminaba los restos metálicos que había esparcidos en medio del agua, muy cerca de la orilla. Los trozos de metal oxidado pertenecían a los antiguos navíos que habían participado en una de las muchas batallas que surgieron durante la Gran Guerra, hacía ya más de veinticinco años.

Él, de veintiuno, era alto y de porte atlético. Su cabello negro, una media melena repeinada hacia atrás salvo un largo mechón que le cubría parte del rostro, estaba siendo completamente alborotado por la fuerza del viento que soplaba aquella fría mañana. La luz del Nácadis se reflejaba sobre los dos pequeños aretes de plata que colgaban de cada una de sus orejas y el uniforme negro con detalles en dorado indicaba que pertenecía al ejército de Narsova, por lo que su deber era velar por la seguridad de todos los ciudadanos. A la espalda, dentro de una vaina, llevaba a Devastadora, su larga y ancha espada a la que llamaba así por la letalidad de sus golpes. La hoja del arma, forjada con acero negro y una fina línea de plata, se dividía de la empuñadura, recubierta por cinta negra hasta su pomo de forma esférica, por una ancha cruceta rectangular hecha con acero.

El joven estaba a punto de cumplir un año como miembro del ejército y, como novato, siempre le encomendaban las guardias nocturnas. A pesar de que la mayoría de sus camaradas las odiaban, él estaba muy contento con ellas, pues sentía que ese horario le aportaba mayor libertad durante el resto del día además de permitirle contemplar aquellas maravillosas vistas, las mismas que lo hipnotizaban, evadiéndolo de todos sus problemas.

«Todavía no acabo de creerme que después de unos años tan duros, al fin forme parte del ejército» pensó sin dejar de mirar hacia el horizonte.

En ese momento, su compañera de guardia se le acercó por detrás con mucho sigilo para darle un golpecito en la nuca con la palma de su mano.

—Ni se te ocurra hacerlo —intervino Magno, obligándola a detenerse.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Mikela con frustración.

—Haces demasiado ruido. —El chico se dio la vuelta y la miró fijamente con sus ojos de color verde, sonriendo con orgullo por sus altas capacidades auditivas—. Vas a tener que esforzarte más si quieres cogerme por sorpresa.

—No tiene gracia, Magno —dijo ella, mosqueada por su soberbia—, algún día conseguiré pillarte desprevenido.

—Sí. Algún día. —Los dos se miraron en silencio y, tras ellos, el Nácadis seguía ascendiendo hacia lo alto del cielo, iluminando toda la ciudad.

Magno devolvió la vista hacia el horizonte y la chica apoyó su pesado cañón de plasma sobre la pared de una de las largas almenas de la muralla con cierto resquemor. Le dio la espalda y colocó sus manos sobre la dura y fría piedra para ayudarse en el salto y quedarse sentada sobre ella, donde se quitó el casco para dejar su rostro a descubierto. Su piel era pálida, blanca como la nieve, y su cabello, de color escarlata, era removido con fuerza por el viento. Mikela miraba fijamente a Magno, enfocando sus grandes ojos azules sobre él, viendo como le encandilaban las vistas del mar.

—¿Vas a seguir así mucho más tiempo? —le preguntó su compañera—. Te recuerdo que nos pagan por vigilar la ciudad, no la playa. —Magno ignoró sus palabras—. Está bien, está bien —volvió a hablar ella—. Tú sigue a lo tuyo, yo iré a ver cómo van las cosas al otro lado. —Mikela bajó de su asiento con otro ligero salto y se acercó al otro lado del muro. Se puso de puntillas y observó calles de la ciudad mirando por encima de la almena—. Vaya, para ser tan pronto, ya hay mucho movimiento.

EL CICLO DE ÉNDEL: La Leyenda de los ArcanosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora