10. ESPIRAL

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       El grito encolerizado de Peter resuena por los pasillos. Al oírlo, el nuevo ser corre hacia el origen del bramido cómo un depredador en busca de su presa. Lo hace extasiado, con la boca dentuda y babeante bien abierta; dejando al descubierto su lengua reptiliana, que baila al son del frenético galope. Entretanto, Peter coge la puerta metálica que ha derribado y la sostiene de pie en medio del pasillo, con el objetivo de atacar sin piedad. Al doblar la siguiente esquina, el Duende Negro choca de lleno contra la puerta provocándole un latigazo cervical, no sin antes morderse la lengua; que acaba cercenada, agitándose en el suelo. Desorientado, una nueva colisión le hace perder el equilibrio hasta caer al suelo. Sin percatarse de quien es realmente su oponente, Peter arroja la deformada puerta sobre el monstruo, cubriéndole e inmovilizándole con telaraña. Sepultado bajo el basto metal, el Duende Negro es incapaz de defenderse del feroz ataque de Peter, que salta y golpea sobre la red:

       —¡No... volverás... a... destruir... más... vidas! —vocifera entre puñetazo y puñetazo, impulsado por un resentimiento que le lleva a pegar más y más fuerte obviando el dolor extremo que inunda sus brazos al impactar contra la puerta.

       Cada nuevo golpe es un ser querido perdido; el recuerdo de un rostro moribundo por el que no pudo hacer nada. La impotencia aumenta, y con ella, la agresividad. Sigue golpeando sin la más mínima compasión. Su mano desnuda rompe la telaraña y perfora el metal, entrando en contacto con el cuerpo viscoso del Simbionte que, a pesar de estar unido a un anfitrión, conecta al instante con Peter, su huésped predilecto.

       —¿Qué diablos? —Peter encoge el brazo; arrastrando consigo un hilo de sustancia negra gelatinosa que trepa por su piel.

       —¡Puedo sentirte! —dice El Simbionte.

       —¡Aléjate de mí! —responde Peter.

       —No temas... —añade el alienígena, haciendo vibrar el hilo negro que los une.

       Ante la mirada pávida del humano, el ser informe asciende a través del agujero de la red, abandonando a Norman a su suerte. Adquiere un aspecto bípedo e imponente frente a Peter, quien, por instinto, dispara múltiples bolas de telaraña al simbionte, cuyo cuerpo gelatinoso forma varios agujeros por los que las pelotas pasan; impactando en las paredes del pasillo.

       —No puedes sorprenderme; tu mente y la mía...

       —Son una —culmina Peter de forma inconsciente.

       —¡Por encima de mi cadáver! —grita Norman desde el suelo.

        Una decena de rayos láser rompen las telarañas que le aprisionaban, cortando, además, el hilo que une al Simbionte y a Peter. Este despierta de su ensimismamiento y retrocede unos metros con un salto acrobático, alejándose de Norman, que queda entre medias del arácnido y del alienígena. El Dios Duende se quita de encima lo que queda de puerta y se incorpora. Su rostro, herido por los golpes recibidos y sin la ayuda de los nanobots, mantiene una expresión inequívoca de demencia.

       —¡Necios! ¡Estáis locos si creéis que existe alguien que pueda oponerse a mi voluntad! ¡Soy el Dios Duende! ¡Y mi voluntad es que seáis destruidos! —afirma con virulencia, cargando energía entre sus manos.

       Como si la unión no se hubiera roto, Peter y El Simbionte disparan, al unísono, sus respectivas telarañas, blancas y negras, a las manos de Norman, antes de que este dispare sus bolas de energía, que le estallan en los dedos, dañando sus extremidades superiores.

       —¡Argh! —grita, rodeado por una pequeña humareda.

       Los dos aliados atacan de nuevo. Cada uno dispara sus correspondientes hebras, adhiriendo los brazos de Norman a su propio pecho. Poco a poco, la fusión de ambas telarañas le envuelve hasta formar una cáscara que le aprisiona desde los pies hasta el cuello.

SPIDER-MAN: UNA VIDA MÁSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora