CAPITULO VIII. EN CAMINO

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—¡Elizabeth, un cochero acaba de preguntar por ti! Les dije que deben de haberse confundido pero dicen que sí te buscan a ti —exclamó la señora Bullet.
Elizabeth estaba desayunando. Su maleta preparada seguía en su habitación, así que su padre se ofreció llevarla al coche.
—Realmente me buscan madre. Estaré el fin de semana fuera de casa. Iremos a una pequeña ciudad llamada Hanford. No me digas que no sabías, yo creí que papá te avisaría.
—Ya sabes que tu padre nunca me pone al corriente de lo que pasa en esta casa...
—Es que no es necesario —dijo él en su defensa—. Tu maleta está lista, Lizzy.
Elizabeth limpió su boca con la servilleta muy delicadamente, intentando mantener sus nervios escondidos muy dentro de ella. ¿De verdad conocería a la leyenda musical Mathew Garner? Pero por sobre todo, conocería la casa donde Matt creció, se rebeló y regresó.
Se puso de pie, abrazó a sus padres en forma de despedida y les besó la mejilla, cuando alguien más tocó la puerta entreabierta. Era Charlotte.
—¿Llego tarde?
—Justo a tiempo —respondió Elizabeth.
Se acercó a Charlotte, tomó su sombrero y abrigo del perchero y Charlotte le dijo:
—No olvides que conocerás a alguien conocido por su severidad con quienes no son como él.
—¿Has venido a únicamente decirme eso?
—No lo tomes como juego, querida amiga. Él es poderoso, mi padre llegó a mantener contacto con el señor Garner por años. Pocos son los que han tenido la fuerza para tolerar sus exigencias y comportamiento. Una carta suya desprestigiándote y arruinará tu vida.
—No temas. Soy franca, no imprudente. ¿Algo más?
—Cuídate —se abrazaron y la acompañó al coche.
El lugar que reservaron para Elizabeth era entremedio de Jeanette y su hijo, lo cual la extrañó; ¿acaso no quisiera toda madre ir al lado de su niño en caso de que este necesite algo? 《Tal vez el niño quiere estar del lado de la ventana》 dijo ella para calmarse. De todas formas, ya se había subido al coche que iba rumbo a Hanford.

—¿Nunca ha estado en Hanford anteriormente? —preguntó Jeanette a Elizabeth habiendo salido de San Francisco.
—Honestamente no. Si no es por motivos de trabajo, rara vez viajara.
—No disfruta el viajar —preguntó Matt.
—Si no me gustara mi trabajo, diría que estoy esclavisada a él, ¿por qué? Se preguntarán. Es que no puedo estar un día sin practicar y perfeccionar. No es fácil mantener un puesto de trabajo como este si no le dedicas toda tus horas.
—Desearía tener su disciplina —dijo Jeanette—. Hace muchos años ya, en mi infancia, cuando Francia seguía intacta de toda guerra, asistía a clases de ballet. Disté mucho de ser la mejor bailarina, pero creáme que era la que más disfrutaba de estar allí danzando.
—¿Dejó la danza una vez que conoció a su marido?
—Así es, fui a visitar a mi familia a Inglaterra (donde ellos vivían por motivos de trabajo en aquel entonces) y en ese lugar fue donde conocí a Charles. Una vez casados, abandoné todo y vine a los Estados Unidos con él.
—Si no se hubiera enamorado, quizá sería la prima ballerina de alguna compañía —observó Elizabeth.
—Una lo sacrifica todo por amor y tus sueños serán lo primero en la lista.
—¡Es por eso que me niego a cambiar mi estilo de vida! —exclamó Elizabeth— Con cuánta calma habla usted de renunciar a un sueño. Así sea por amor, me parece extraordinario el pensar en eso.
Matt escuchaba atentamente la conversación. Un poco entristecido por las palabras de Elizabeth, porque mientras él estaba arriesgándolo todo con su padre, ella parecía tener resguardado su corazón de todo sentimiento que pudiera impedirle progresar en su carrera musical. Y, la verdad es que él no la culpaba. Elizabeth pagó con la sangre de su hermano para estar en donde estaba y nada valía más que la vida de su hermano como para desperdiciar el sacrifico que Alfred hizo por ella. Era un tema donde la dignidad y firmeza de Elizabeth lo embriagaban de respeto hacia ella, pero al mismo tiempo de un sentimiento leve de tristeza, porque sabiendo como ella cuidaba de su carrera, sabía que no tenía oportunidad alguna con ella. Ella no se arriesgaría a la peor de las difamaciones y calumnias que pudieran salir de su padre con tal de afectarla si supiera los sentimientos que él tenía hacia ella.

—Sean bienvenidos al hogar en donde nací y crecí —dijo Matt, en cuanto el coche comenzó a recorrer la entrada de la gran casa que dejó a Elizabeth con la boca abierta.
—¡Los árboles están muy grandes! —exclamó el pequeño Jim.
—Ni creas que te dejaré treparlos tan alto—reprendió Jeanette—. No quiero que te caigas de tan arriba.
—Señorita Elizabeth —dijo Jim— ¿Usted se trepará conmigo para jugar?
—Estaría más que encantada —se apresuró a decir Matt—, pero lo mejor sería que la señorita Elizabeth esté abajo cuidando que no vayas a caerte.
—Y sí —añadió Elizabeth—. Esos árboles no se ven muy buenos para trepar. Yo puedo observar.
—Estos arbustos están magníficos —dijo Jeanette—. Pediré que corten así los de nuestra casa antes de que Charlie regrese de Europa.
—Mira esa fuente —dijo Elizabeth. Había prometido no demostrar su asombro pero desde que pasaron la valla de su casa todo era maravilloso—. No veo la hora de sentarme en el borde y apreciar el agua. Tu jardín tiene una inspiración muy barroca, Matt.
—Me alegro que lo hayas notado. Verán, antes de que yo siquiera naciera, cuando apenas se había terminado de construir la casa, aún no estaba determinada la apariencia del jardín. Mi madre se encontraba acompañando a mi padre en su gira por Francia cuando visitó una de esos tantos palacios. Quedó tan maravillada con uno en particular y al regresar a Estados Unidos pidió que se replicara el jardín de aquel palacio en nuestro jardín. Un poco en menor escala he de decir.
El coche se detuvo frente a la entrada. Afuera estaba Greta con una gran sonrisa y a su lado un señor Garner de facciones severas que intimidaron ligeramente a los visitantes.

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