CAPITULO II. UN DUETO FORZADO

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Matt y el señor White llegaron a San Francisco en la mediodía. Le permitiría quedarse en su casa en lo que Matt encontraba un departamento para rentar, pues Matt siempre gozó de la independencia de pagar él, y no su padre, por sus cosas.
—Descansa y mañana vas conmigo en el coche para ir al...
—Señor White, me parece demasiada la comodidad de estar en su casa mientras busco alquiler. No busco abusar de su generosidad, ¿No tendrá un auto que pueda rentarme y luego se lo compro?
—Matt, tienes que aprender a recibir ayuda de vez en cuando. Mi otro auto está en el taller. Ya sabes, no podía costearme arreglarlo cuando estábamos en Guerra.
—Entonces iré en la bicicleta que miré en la entrada.
—¡Pero qué te hizo el aire de Los Ángeles! —exclamó el señor White—. Esa bicicleta es de mi nieto cuando viene a vacacionar. Pero sobre todo, ¿Cómo podría permitir que el hijo de Matthew Garner se traslade en bicicleta?
—Solo en lo que su otro auto es revisado en el taller. No sabe lo mucho que he deseado hacer una vida sin recibir ventajas por mi cuna.
El señor White lo miró serio, como si Matt hubiera perdido la cabeza.
—No puedo discutir contigo. Cuando se te ocurre algo, no puedes deshacerte de ello. Y es algo que admiro de ti, aunque a veces puede llevarte al sufrimiento.
—Ya lo hizo —dijo Matt. Nunca había visto al señor White tan serio.
—Pero podría llevarte nuevamente.
Le deseó buenas noches y, con toda su alma, deseó que a la mañana Matt cambiara de opinión.

Matt se despertó temprano. Amaneció nublado como de costumbre en San Francisco. Tan diferente al clima cálido de Los Ángeles.
Primera cosa que hizo fue vestirse con la vestimenta que compró cuando estuvo en su casa. Se acicaló, pero sobre todo, se preparó mentalmente para lo que ya sabía que sucedería: envidias y malos comentarios por parte de sus compañeros de trabajo. Solamente esperaba que fueran tan profesionales como el señor White decía. Porque a la primera ofensa recibida o distinción por su familia, renunciaría y se marcharía a Londres para que su padre estuviera orgulloso de él antes de morir.
Bajó al desayuno. Preguntó a la ama de llaves por el señor White y la respuesta fue que debía marcharse más temprano, no sin antes dejarle una nota a Matt:

He comprendido tu deseo de llegar solo al auditorio. Quieres ser un trabajador más. He rentado un coche con su respectivo chófer en lo que recibes tu primer cheque.
JOHN C. WHITE.

—Desayune algo. El coche lo estará esperando —dijo el ama de llaves a la par que le servía un plato con comida y una taza de café.
—Tomaré solamente la taza —dijo él—. Dígame algo, si no quiere no responda, ¿Qué pasó con el hijo del señor White? No me ha hablado de él desde que llegué. Éramos buenos amigos y quisiera retomar su amistad. No sé si usted me recuerde, pero yo era el joven que venía con mi familia cada navidad.
—¡Cómo olvidarlo, joven, si su cara no ha cambiado! Y esas visitas fueron hace más de diez años. No podría olvidarlo a usted y su familia nunca. Sobre el joven Charlie... Muchos temimos lo peor. Por su conocimiento como piloto no se escapó de ir a Europa. Por mucho tiempo perdimos el contacto. Casi un año sin saber nada de él. Hasta que logró escribirnos. Estaba herido en los Países Bajos, no recuerdo exactamente en dónde. Pronto regresará aquí con su esposa y su hermoso niño.
—¿Y qué ha sido de su esposa? Siempre ha sido conocida por quebrantarse fácil y tener un temperamento muy... suave.
—Es quien ha sufrido más. No podía imaginarse ser una viuda con un niño tan pequeño. El pequeño Jim no tiene los doce todavía. Pero ahora que hemos localizado a Charlie, lo tendremos aquí antes de año nuevo. No sabe cuánto me alegra verlo, señor Garner, sé que usted con su juventud animará un poco esta casa mientras esperamos a Charlie.
Matt asintió. Realmente estimaba a esa señora que lo vio crecer junto con su amigo. Se asomó al enorme reloj de pared y procedió a salirse de la casa y subirse al coche.
El recorrido ya lo conocía. Pero había olvidado lo templado que podía ser el clima en aquella zona. Se ajustó su bufanda. Cuando llegó al auditorio, la gente acostumbrada al clima lo miraba como fenómeno por ir tan arropado, ¿O lo miraban porque vestía las prendas más costosas? No sabría decirlo.
Creyó llegar a tiempo. Ya estaban todos, excepto él. Los de percusión, los de cuerdas, viento, etcétera. Estaban examinando y corrigiendo las obras que presentarían en honor al señor Garner. Había llegado tarde.
Matt entró y toda mirada fue hacia él. A lo lejos y muy bajo se escuchó la voz de una mujer joven decir:
—Si la que llegó tarde fuera yo, ya estuviera sin empleo.
Matt volteó a ver a la joven que habló. Era delgada, de piel apiñonada, cabellera larga y unos ojos marrones muy redondos y grandes.
—¿En serio no sabes quién es? —Le preguntó su amiga.
La joven negó con la cabeza. El señor White animó a Matt que se colocara en el medio para presentarlo:
—Muchos deben conocerlo ya, pero para quienes no saben —dijo mientras miraba a la joven—, él es Matthew William Garner Jr, hijo del gran pianista que representó a San Francisco por todo el mundo. Y será nuestro solista de piano. Creo correcto que todos se presenten, digan su nombre y ocupación en la orquesta. Comenzamos con percusión.
Y todos, uno por uno, dijeron sus nombres. Pero a Matt no le importaba, sólo quería saber el nombre de la joven que lo desconoció.
Gente de todas las edades trabajaba en la orquesta, algunos que apenas iban en ascenso, otros ya consolidados en su área. Y llegó el momento de que la joven se presentara.
—Keira Elizabeth Bullet. Soy flautista y formo parte de los dúos o tríos disponibles.
Osea que ni siquiera era solista y tenía la insolencia de una, pensó Matt. Y notó, que en la forma en la que lo miraba, no le agradaba ni pizca.
Terminaron las presentaciones y el señor White volvió a repetir la lista del repertorio que habría en la presentación.
—Como pueden ver en el listado, interpretaremos una selección que no parece tener mucha coherencia así que dependerá de nosotros darle esa cohesión al repertorio. Brahms, Mozart, Lizst, Schumann y más... Ya les he asignado a los solistas y grupos sus obras, faltas tú, Matthew.
Matt creyó que sería solista en todo el homenaje. Después de todo, estaba acostumbrado a ser el principal, y nunca ser acompañamiento de nadie.
—Para abrir, vas a interpretar a Chopin, su famosísima ópera 66. Para cerrar, harás dueto con la señorita Elizabeth. La ópera 94 de Schumann.
—¿Se refiere a los tres romances —preguntó Matt, intrigado—, el de piano y oboe?
—Exacto. Sólo que tu padre fue muy conocido por, en vez de hacer el dueto con violín o oboe, con flauta. Supongo que porque era el segundo instrumento de tu madre.
—¿No hay manera de hacerlo como originalmente es? —preguntó. Prefería hacer el dueto con cualquier otra persona antes que con ella. Y sin pensarlo, la muy insolente se metió en la conversación.
—Señor Mathew —dijo con seriedad—. El sentido de este homenaje no es hacer las partituras como fueron creadas originalmente, sino, hacerlas como las solía hacer su padre.
—Mathew —dijo el señor White—, estoy seguro que cuando escuches a la señorita Elizabeth, no dudarás de mi decisión.
—De todos los instrumentos —comentó Matt—, Mozart solamente odiaba la flauta, solía decir que: lo único peor que una flauta son dos flautas.
El señor White no respondió, se puso color rojo de vergüenza, pero tenía la esperanza de que Matt dejara su esnobismo una vez que se relacionara con sus colegas.
En cambio, Elizabeth al oír tal comentario, soltó una risilla que a Matt le pareció muy misteriosa, pues parecía que para aquella joven él era una insignificante broma en todas las áreas.

La Sinfonía de tus ojos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora