Capítulo VIII: La incógnita del sentir ajeno

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El libro de la Tragicomedia presenta...

"La incógnita del sentir ajeno"

Por un lugar de la gran España, en una casa casi abandonada, en un refugio casi perfecto, cada paso que daba, iba muy lento mientras sus ojos penetraban aquel entorno. Al llegar a la habitación, se encontró con un hombre la cual cargaba a un pequeño niño que tenía  cuatro años de edad. No dudó en sonreír al verlos, ya que aquel niño era tan idéntico a él, tenía el mismo color de cabello, tono de piel y forma de rostro. Era su hijo, el menor de todos.

— ¿Cómo te has comportado, campeón? — extendió sus brazos para cargarlo, y este con una sonrisa no dudo en ser cargado. Lo abrazó muy fuerte y le dio un pequeño beso en la frente.

 Después, observó al hombre que estaba cuidando de su hijo. Era su amigo desde muy niño, el amigo más fiel que había tenido. Aquel hombre pelirrojo, con ojos peculiarmente colorados de un tono extrañamente morado, era el mismo hombre que solía visitar a su hija en aquella cárcel. 

— ¿Cómo has estado, Vincent? 

Preocupado por el bienestar mental de su amigo, se atrevió a preguntar. No la ha pasado muy bien estos últimos años desde que se enteró de que su supuesto mejor amigo había criado a su hijo y lo había convertido en una persona ambiciosa y sin escrúpulos. No ha podido vivir en paz, el sentimiento de decepción y pena lo han estado atormentando. La idea de encontrar a su hijo se desvaneció cuando lo conoció y vio quién y cómo era realmente Alexander Valencia, como su apellido lo dice, era un Valencia. Ya no había nada que hacer al respecto.

— Que te puedo decir, vivo mejor aquí que allá, es todo un caos en ese lugar — Los dijo muy desanimado. Vincent apenas quería hablar, el humor que tenía no era para nada afable.

— Me enteré que Alexander se va a casar — Lo comentó por casualidad. Pero no tenía idea de cuanto lo podría afectar.

— ¿Qué?, ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso? — Lo dijo en tono sorpresivo. 

— Las maldiciones — encogió los hombros y empezó a juguetear con su hijo en brazos, quien no paraba de reír totalmente encantado — Sabes que son nuestra fuente de información, gracias a las maldiciones es que estamos al tanto de todo lo que sucede tanto en Tokio como en Seúl — Se detuvo un momento para observar al hombre, quien puso los ojos en blanco, totalmente desinterasado.

— Vaya, creo que no soy lo suficientemente importante en su vida como para tener que enterarme de sus decisiones más descabelladas directamente de su boca — Volteó hacia la ventana, disfrutando de una tormentosa y hermosa vista. Su amigo, quien sostenía a su hijo en brazos, lo miró con mucha pena también sintió algo de culpa.

— Perdón no debí haber dicho eso... — habló muy apenado — debo tener en cuenta que es hijo tuyo y no de Vael.

— No — lo interrumpió — ¿Alexander Valencia?, no, ese chico no es mi hijo. Mi hijo murió junto con su madre en ese accidente — su tono al hablar era serio, pero no lo era su sentir — Yo no estuve presente en su vida, no lo crié en los siguientes veinte y cinco años. ¿Cómo podría llamarle hijo a un completo desconocido? ¿Cómo podría llamarle hijo a alguien que no le importa los demás? ¿Cómo podría llamarle hijo a un Valencia? No, Rey, él no es mi hijo, nunca lo fue.

Ambos hombres se observaron mutuamente, con miradas que tenían distintos significados. Uno era de decepción, el otro de comprensión. Él no sabía qué hacer o cómo animar a su amigo. En su vida, solo amó a una mujer y solo tuvo un hijo con aquella mujer, un hijo que no lo reconoce como padre y ni él como hijo. Han sucedido varios sucesos en ese entonces, olvidarse de un uno mientras recordaban a otro. El poder del tiempo hizo su trabajo para aquellos, mientras que el pasado atormentando regresa a un presente para dañar el futuro ya dado. Un futuro que él ya había aceptado.

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