Prólogo: Sangre y Victoria

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VICTORIA

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VICTORIA

La sangre goteaba por su nariz hasta caer sobre la lona del suelo. Mi contrincante jadeaba, sus dientes se veían manchados de un rojo brillante y el sudor caía por su frente. No me detuve. Un solo segundo de distracción podría suponer una derrota y eso no podía permitirlo.

Trataba de defenderse, de esquivar mis golpes y conseguir —milagrosamente— devolver alguno. No lo conseguiría, no importaba cuanto luchara, el resultado sería el mismo, su cara besando el suelo.

No tenía ninguna oportunidad contra mí. No la tuvo ni una sola vez. Desde el mismo instante en que había puesto un pie en el cuadrilátero, su destino quedó sellado.

Golpe tras golpe dejaba claro que yo era la que saldría victoriosa. La sangre no me molestaba y escuchar cómo sus huesos crujían bajo mis puños tampoco, hacía mucho tiempo que esta clase de cosas dejaron de importarme.

Conocía mis debilidades —Dios sabe que tengo muchas—, pero también era consciente de mis fortalezas. Seguramente no era la chica más fuerte o la más grande del lugar, tampoco la más mala, y por ello era fácil subestimarme.

Qué equivocados estaban.

Ese era probablemente el mayor error de cualquier oponente que pudiera llegar a tener, dejarse llevar por las apariencias y no darse cuenta de la furia que me impulsaba.

Cuando subía al cuadrilátero podía dejar de pretender, dejar de fingir que tenía mis emociones bajo control, dejar de pretender ser una persona que no era. En el momento en que sonaba la campana, yo no era yo, era mi momento de dejarme consumir por la rabia y el dolor que me consumían día tras día. Además, era mi mejor forma de llevar un buen dinero a casa.

Otro golpe y el tipo cayó al suelo como un árbol en mitad del bosque. Un pequeño charco de color escarlata se formó bajo su boca. Pensé que no se levantaría, su brazo izquierdo se había quedado en un extraño ángulo que estaba segura de que debía doler y sus ojos estaban desenfocados. En cambio, y contra todo pronóstico, el aspirante se levantó tambaleándose sobre sus pies.

Debía admitir —y, tal vez, admirar— su determinación por continuar, pero no iba a servir de nada. Ya lo había estudiado previamente, lo hacía con todos mis oponentes y esta vez no era diferente. Conocía cada movimiento, las repeticiones de sus golpes, las fintas y el juego de sus pies, cada patrón que realizaba y cada pequeña desviación.

Gracias a eso elaboré una estrategia exclusivamente pensada para vencerlo y todo estaba saliendo según el plan.

No esperé a que se recuperara del todo, golpeé directamente a su estómago con mi puño enguantado. Situé mi pie tras su pierna y la arrastré obligándolo a flexionarse frente a mí. Entonces, lancé mi mejor derechazo.

Con todas las fuerzas que me quedaban golpeé desde abajo su barbilla y su mandíbula. El rostro del hombre se alzó y la sangre me salpicó en la cara.

El cuerpo del aspirante cayó de nuevo, esta vez con un claro K.O. de un calculado último golpe.

Mi pecho subía y bajaba de forma irregular, la picazón en mis manos era incontrolable y podía sentir el sabor metálico en mi protector bucal, estaba mordiéndolo tan fuerte que seguro que me había hecho algún corte.

La campana sonó dándome la victoria, pero, para mí, ese solo fue el pistoletazo de salida. No me contuve más. No pude hacerlo. Salté como un depredador y acabé a horcajadas sobre mi adversario prácticamente inconsciente. Observé su rostro amoratado una fracción de segundo antes de estrellar mi puño en su nariz, y ya no pude detenerme.

El público gritaba embravecido ante la brutalidad de su vencedor local. Aquellas personas disfrutaban de esa clase de espectáculo. Algunos eran viciosos, otros disfrutaban del dolor ajeno y otros pocos estaban allí verdaderamente por el deporte.

Aunque, en mi opinión, era algo más bien morboso. Ver cómo una "pequeña y débil" mujer golpeaba hasta la inconsciencia a un corpulento hombre no era algo que se viera todos los días.

Yo era consciente de mi problema, del poco autocontrol que ejercía sobre mis propias emociones, pero me dio igual, disfrutaba del poder y la sensación enérgica que me provocaban esta clase de actos.

—¡Basta! ¡Eh! ¡Quieta!

Golpe, golpe, golpe...

—¡He dicho que pares! ¡Suéltalo!

Golpe, sangre, golpe, más sangre...

—¡Suéltalo!

El árbitro trataba de separarnos y mi rival continuaba inconsciente. Su nariz seguía sangrando, pequeños cortes pintaban su frente, incluso sus ojos estaban en blanco bajo sus párpados a media asta.

—¡Victoria! —Mi puño se detuvo a tan solo un par de centímetros del hombre.

La multitud contuvo el aliento, los gritos cesaron mientras cada uno de los presentes se paraba expectante. Un segundo hombre subió al cuadrilátero, sus pasos y mi respiración eran lo único que se escuchaba en el lugar.

Ese hombre no era un luchador, pero todos lo conocían, yo lo conocía muy bien, era el dueño del gimnasio en el que se estaba celebrando aquella pelea: Nathan Myers.

—Basta —dijo con severidad—. Reponte. Ahora.

Nadie se atrevió siquiera a respirar a la espera de ver cuál sería mi siguiente movimiento. Sus palabras calaron más hondo de lo que me gustaría admitir y tuve que esforzarme por recuperar el sentido común, el poco que me quedaba.

Me fijé en el rostro golpeado frente a mí y comprendí que me había dejado llevar de nuevo, él no era el monstruo de mis pesadillas.

Respiré hondo y, lentamente, como si no fuera del todo consciente de mis propias acciones, fui alejándome hasta conseguir ponerme en pie. El dueño del lugar se alejó un par de pasos dejando espacio para que el árbitro se acercara de nuevo a nosotros.

Aunque reacio al principio —no puedo culparle por ello—, el árbitro finalmente caminó hacia mí. Me senté sobre mis rodillas, jadeando, esperando su veredicto.

—¡Ya tenemos ganador!—gritó a pleno pulmón mientras cogía mi mano—. ¡La aún invicta! ¡La invencible!¡Macho González!

 ¡La aún invicta! ¡La invencible!¡Macho González!

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Victoria - Bilogía InvictaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora