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La soledad, la primera y la mas antigua de sus amantes, rodeaba a Lázaro Sombra con gélido abrazo mientras daba un distraído sorbo al sucio vaso que en su interior contenía turbias y marrones aguas.

La frescura del líquido bajando por su garganta alivió por un instante el agobiante calor que imperaba en el ambiente, pero el sabor del sedimento que se había colado con el paso de los años en el pozo era demasiado para aquel que siempre había gozado de una vida habituado a la comodidad.

Lázaro Sombra reprimió las punzantes arcadas lo mejor que pudo y se obligó a seguir bebiendo sobreponiéndose al asco. Una vez que terminara con aquel vaso le esperaría uno nuevo recién servido de la jarra frente a él. No había otro camino.

Por más que intentara alterar el hilo de sus pensamientos el estupor de su mente no se alejaba. Los labios perlados por encima y por debajo de una fina película de sudor comenzaban a agrietarse después de haber pasado la mayor parte del día en alta mar y la parduzca agua no era suficiente para aliviar su creciente malestar.

Las manos le escocían por el roce continuo de las cuerdas en la embarcación y la piel cada vez más oscura le ardía inmensidades por las recientes quemaduras. Por aquí y por allá los trozos de pellejo muerto se desprendían dando paso a nuevos retazos enrojecidos por debajo, dandole un aspecto por demás enfermizo.

Jamás acostumbrado al trabajo físico de esta magnitud, debía ahora de soportar el inmenso tormento que el vaivén de las mareas le producía a diario, amenazándolo con volver el contenido de su estómago en cualquier instante, además del dolor de los agotados músculos después de una ardua jornada junto con el crujir de unas articulaciones cada vez mas gastadas.

Pero nada de eso importaba ya. Nada de lo que viniera a continuación tendría repercusión alguna, pues Lázaro Sombra había sellado su destino. Había atentado contra si mismo, presa del dolor que sus sentimientos le ocasionaban y por esa razón debía ahora pagar su condena.

Se había convertido en un convicto que había escapado presuroso de su destino y que ahora trataba vanamente en redimir su impura alma con el pavoroso intento por producir el máximo dolor en su cuerpo, guardando la vana esperanza de aliviar aunque fuera solo un ápice la pena que cargaba su alma.

La vergüenza de aquel joven hedonista que ni por asomo habría considerado terminar bajo aquellas condiciones quedó sepultada bajo un cabello negro y desaliñado y una negra barba que ocultaba por debajo el rostro de un hombre roto.

El acto que lo había conducido hasta tales circunstancias había sido puro, cándido y dadivoso en exceso, no exento de una pizca de egoísmo, como todo acto humano contiene. El instante de su ruina se había gestado desde mucho antes de que se percatara de lo que hacía y demasiado tarde para arrepentirse de lo que ocurriría, pues Lázaro Sombra había decidido amar.

Había decidido amar, tanto para su gozo como para su perdición.

Si bien en un principio negó frente a todos todos su verdadero sentir, no le quedó más remedio que aceptar el innegable hecho de sus desbordantes emociones cuando se tornaron en un gigantesco distractor para el resto de sus actividades.

Lázaro Sombra había amado si, se había entregado por completo, y esta había sido su garrafal equivocación.

Una elegante fémina, prístina como las primeras luces del alba, había sido la responsable de robarle el corazón.

De larguísima cabellera negra azabache que le caía cual olas de mar sobre los hombros y la espalda, la cual arrancaba castaños retazos bajo la luz del sol y brillaba como la plata bajo el amparo de la sombra, con un par de pletóricos ojos que se hacían pequeños siempre que reía marcando una tierna linea sobre sus mejillas.

El  final de Lázaro SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora