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Lázaro Sombra era incapaz de moverse. 

Había quedado petrificado ante la repentina visión que se manifestaba frente a él. Le arrebató el aire, tal como un certero golpe en la boca del estomago lo habría hecho, dejándolo sin la fuerza necesaria para continuar respirando.

Ahí estaba delante suyo, sin atisbo de duda. La exquisita conjunción de angulosas facciones que era el angelical rostro de Cándida Dolores lo observaba con atención mientras Lázaro Sombra permanecía inmóvil con los labios ligeramente separados a causa de la impresión.

—¿Es que acaso te has olvidado de mi?—preguntó con tono dulzón Cándida Dolores rompiendo el silencio imperante sin apartar el estudio escrupuloso de sus ojos sobre su figura.

Lázaro Sombra consiguió pasar saliva a través de una garganta terriblemente seca, tanto que producía un molesto e irremediable picor detrás de sus amígdalas. Demasiado nervioso como para responder, atinó solo a mover la boca en inteligibles balbuceos.

—Vaya si es decepcionante—dijo burlándose Cándida Dolores—. Había supuesto que aun después de todo el tiempo que ha transcurrido recordarías con mayor estima a una vieja amiga al presentarse ante ti, o que al menos tendrías la decencia de hacer otra cosa que no fuera pararte en un charco formado por tu saliva goteante.

La sonrisa destelleante de Cándida Dolores iluminó por completo su campo visual. Los aparatos ortodónticos que había lucido en el pasado se encontraban ahora extraviados, acentuando la blancura de unas impolutas piezas dentales. Su fino rostro era el mismo, la elegante forma de sus manos y sus dedos eran tal y como los recordaba y el sonido de su voz era una calca de la última vez que ambos se dirigieron la palabra antes de pronunciar las despedidas finales.

Pero ella no podía ser Cándida Dolores.

La fatalidad del pensamiento cruzó como un rayo su mente. Por mas doloroso que fuera, tenía presente que su amada yacía a kilómetros de distancia bajo el amparo de la seguridad del altiplano y el cobijo del verdadero amor al que se había entregado.

Pero todo en ella era idéntico. Cada centímetro de su piel, hasta el más minúsculo detalle, la más pequeña de las imperfecciones, estaban en el sitio preciso donde se suponía debían estar. Sus ojos brillaban con el exacto fulgor del instante mismo cuando la conoció e incluso el intoxicante aroma que emanaba de sus poros llenaba el lugar con las adictivas notas del perfume que solo su ser contenía.

Pero no era ella. No podía serlo. Aquella que se había llevado su corazón junto a un trozo de su alma con su partida jamás habría sido capaz de mofarse de semejante manera de su incredulidad. El alma de la ladrona de su cariño era demasiado pura, excesivamente bondadosa y sumamente gentil para ser capaz de llevar a cabo tal vilipendio.

Cándida Dolores soltó una risa despectiva mientras ajustaba su posición sobre la silla. Lázaro Sombra no pudo evitar sentirse hipnotizado por el fugaz momento en que un considerable trozo de pierna quedó expuesto con el repentino movimiento del negro vestido.

—¿No estarás creyendo que en verdad soy ella, o si?—le cuestionó Cándida Dolores, divertida.

Lázaro Sombra, repuesto lo suficiente a causa del exabrupto inicial, logró responder con esfuerzo:

—Lo creí durante un instante—admitió entre carraspeos, aceptando el dolor que sus propias palabras producían mientras las pronunciaba—, pero después de escuchar la manera en que te has dirigido hacia mi me ha quedado claro que nunca podrías ser ella. Sea lo que seas, eres una impostora.

La sonrisa de Cándida Dolores se ensanchó hasta límites antes insospechados. Grotescos tintes hicieron acto de presencia sobre su rostro que se llenó de sombras. El corazón de Lázaro Sombra se encogió ante la pavorosa imagen.

El  final de Lázaro SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora