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Cándida Dolores había sido desde un inicio un alma noble, pura y benévola para con él. De eso no había duda alguna.

Pasaba sus días con aire enteramente taciturno, sumergida en las apacibles corrientes de una vida tranquila y sin mayores contratiempos mas que aquellos propios de la juventud. Degustaba variedades de alimentos en cada tiempo de comida y consumía las potables aguas como el resto de los mortales, pero había en ella un brillo que no se comparaba al de nadie más.

Cándida Dolores era una mujer de mucha fe, de adventismo recalcitrante, de firmes y estoicas convicciones en la palabra del Dios cristiano y benevolente que acudía a hacer comunión con ella y su familia cada domingo en las celebraciones ordinarias de la catequesis. Se entregaba enteramente a su dogma con una ferviente pasión que habría levantado la envidia incluso del más hipócrita exponente del bullicioso ateísmo contemporáneo.

Cándida Dolores depositaba en la magna figura de Dios, su propio Dios concebido a partir de una firme vida de instrucción y elección, todo aquello que no era capaz de entender dentro de la limitada percepción del plano terrenal de su caduca visión como mortal. Se abnegaba a las enseñanzas que desde pequeña había recibido, procesándolas y aplicándolas con ahincó en cada acto de su vida sin importar cuan minúsculo fuera.

En concordancia, adornaba su elegante y longilíneo cuello con una cruz de oro que refulgía bajo los rayos del sol que se colaban entre las nubes. Cuando caminaba por las calles del trozo de tierra enclaustrada entre durmientes volcanes que tuvo la dicha de llamar por años hogar, exhibía su afanosa fe como una armadura que la salvaguardaba de cualquier afrenta que pudiera surgir contra su persona.

Tanto era su amor por el dogma, por esta suerte particular de espiritismo del cual la mayoría de las personas no podría mas que renegar de primeras debido a su incapacidad por comprender su verdadera complejidad, que Cándida Dolores había llegado incluso a soñar con dedicar su vida entera a su bienamado señor.

Esto se lo había revelado a Lázaro Sombra, como tantas otras íntimas confesiones previas. En algún momento no my lejano en su vida deseó fervientemente moverse dentro del circulo de las abidcantes hermanas, inmiscuirse de lleno en la ordenanza para entregarse por completo a sus creencias y a la divinidad de la cual estaba convencida le aguardaba más allá en lo profundo de las estancias celestiales.

No obstante, Cándida Dolores se vió obligada a tomar caminos diferentes en el devenir de la historia de su vida. Movida por cantidad de influencias, de consideraciones tanto propias como externas acerca de su futuro, decidió matricularse en la universidad para estudiar los intrincados pensamientos de la mente y el alma desde la aparentemente inflexible perspectiva científica con todo el rigor que esta merecía. Lo había hecho por una afinidad para con la materia, pero también en un intento por brindar cobijo a una atormentada cabeza que cargaba con más peso del que frecuentemente era capaz de soportar, pues esa era la condena a la que había sido sometido su inocente alma.

Si había algo acaso que rivalizaba con el amor que Cándida Dolores le profesaba a Dios y a su familia, era sin lugar a dudas su entrañable pasión por la música y el arte en sus incontables manifestaciones.

Debido a su carácter inherentemente humilde, Cándida Dolores no había sido nunca capaz de aceptar abiertamente el enorme talento derivado de una disciplina trabajada a lo largo de años para hacerse con la maestría de dominar el sutil arte de la interpretación.

Figura en incontables ocasiones al recitar frente al resto de su comunidad, se elevaba cual lucero en mitad de la noche cuando sus dedos comenzaban a desfilar entre las progresiones armónicas transportándose ella misma hacia una zona donde no existía nada mas que el desfile sobre las teclas en un continuo atemporal.

Fanática de la literatura de toda clase, devoraba libros cual bocados de caramelo con la vista. Cargaba consigo un gastado lápiz número dos con el que marcaba aquellos pasajes que la conmovían entre las líneas mientras continuaba pasando las hojas de papel con avidez.

Digna de cualquier dramaturgo, Cándida Dolores poseía también el don de la palabra escrita. El deslizar de su siniestra sobre el papel dejaba las marcas de un inconcebible saber que celosamente guardaba para si en lo mas profundo de un cajón en el interior de su alcoba, donde almacenaba también los recuerdos de una hermosa vida que atesoraba con el alma.

Poeta incomprendida, intérprete desahuciada, musa de ilusiones, romántica empedernida, proveedora de líricas caricias, lectora de sueños y la Venus de su vida.

Esas fueron las palabras que Lázaro Sombra empleó para describirla cuando fue cuestionado por sus continuas andanzas junto a Cándida Dolores, una lejana tarde durante el inicio de la que sería su última primavera.

Inmediatamente después de terminar la frase no quedó duda para sus interpelados que Lázaro Sombra había quedado enamorado de manera perdidamente irreversible.

Había caído presa de los encantos mas inocentes con los que se había topado. Había sido víctima del golpe de un amor que ni siquiera lo había tocado, que sin siquiera posar su piel, sus delicadas manos o sus exquisitos labios sobre él, lo había condenado para siempre a anhelarlos con la necesidad de un adicto.

Porque Cándida Dolores, sin haber hecho algo, sin haber proferido palabra alguna, sin haber revelado los principios de su real sentir, se había robado para siempre la cordura de Lázaro Sombra. 

El  final de Lázaro SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora