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Lázaro Sombra permaneció impasible contra el marco vacío que hacia las veces de puerta mientras observaba en la distancia el sol emerger de lo profundo del mar.

Dio un sorbo al amargo y frío café que Dalila Paz le había llevado la noche anterior cuando acudió a verlo bajo el amparo de la oscuridad. Hizo una mueca de repulsión, pues por más que lo intentara no era capaz de tomarle el gusto a una bebida como aquella, más en ningún instante hizo ademán de volver el contenido de su boca a la destartalada taza que sostenía en su mano.

A pesar de ser granos cultivados con esmero en extensos campos muy lejos de aquel sitio, Lázaro Sombra seguía sin poder acostumbrarse al sabor crudo, casi terroso, que contenían en el interior. Habituado al sabor del alimento procesado propio del supermercado, a esa característica mezcla entre conservadores y una larga refrigeración, había aceptado el regalo, pues no quería acometer en mayores ofensas contra la familia Paz más de lo que ya había hecho.

Suficiente era que en medio de la penumbra se llevara a la cama a la joven Dalila Paz con apabullante regularidad cada vez que se acercaba secretamente a la casucha después de que su padre le hubiera ofrecido empleo a bordo de su pequeña embarcación pesquera. A Lázaro Sombra le parecía una pobre forma de corresponder a todas las atenciones, pero aun así continuaba haciéndolo.

Aunque a decir verdad, llamar cama a la hamaca que pendía en el aire en medio de un rincón de la estancia era demasiado, por lo que el duro suelo de tablones hacia las veces de lecho para ambos durante las cada vez más frecuentes ocasiones en que se reunían.

Aquel trabajo había sido lo único que había mantenido a flote a Lázaro Sombra durante los meses que llevaba viviendo en aquel extraviado punto de la costa del atlántico y de esta forma pagaba todo la ayuda que le habrían brindado.

Cuando el señor Jairo Paz padre lo encontró vagando perdido y sin rumbo alguno por entre la terracería que conducía hacia el pueblo próximo, no encontró mayor solución en su cristiano corazón que acogerlo en el seno de su hogar. Le ofreció con alevosía el cobijo de su techo, el alimento de su mesa y el trabajo que sus manos y las manos de su padre y del padre de su padre habían forjado con el pasar de los años en mitad de las salvajes olas del mar.

Sus toscas maneras lo hacían aparentar no importarle mucho de lo que ocurría a su alrededor, pero la nobleza de su humilde crianza lo impulsó a ayudar a Lázaro Sombra e inclusive a instalarlo en la derruida casa que había quedado deshabitada cuando aquella tierra de tormentas fue azotada con ira y los antiguos habitantes huyeron a buscar refugio bajo el cobijo del concreto. Le había obsequiado un viejo juego de cubiertos y una gastada batería de cocina que contenía la taza que ahora Lázaro Sombra sostenía entre sus manos con el amargo gusto aun presente en la boca.

Jairo Paz padre había relatado la historia de la huida entre chasquidos de desaprobación, afirmando que cualquiera que habitara a orillas de la costa debía aprender a vivir con la inclemencia del clima, pues ahí no existía otra ley mas que esa y la de Dios, recomendándole de buena fe a Lázaro Sombra no olvidar las palabras que compartía con él.

Empleando viejas maderas caídas, sogas gastadas y hojas sueltas de las palmeras circundantes, habían logrado dejar el lugar lo suficientemente decente como para ser habitado. No había tiempo suficiente ni material necesario para intentar reforzar las paredes con adobe, por lo que los tablones debían servir como protección hasta que el momento fuera adecuado para hacer mejoras sustanciales en la estructura.

La presencia de Lázaro Sombra expulsó al poco tiempo las alimañas que habían hecho de ese su nicho, aunque hasta la fecha continuaba encontrándose con alarmante frecuencia a rastreros bichos que le subían por las piernas de improviso con ansias de cebarse con un buen sorbo de su sangre.

El  final de Lázaro SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora