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Lázaro Sombra volvió junto a sus compañeros a mitad de la tarde con el preciado botín de un fructífero día en el mar.

Las redes se habían llenado como pocas veces ocurría durante esa época del año, por lo que aquella noche la comida no escasearía en las estancias de Jairo Paz padre y familia. Tanto había sido la cantidad del marisco que habían conseguido atrapar en el transcurso de la asombrosa e inusual jornada que, al llegar, cargaron sin demora la vieja camioneta con el fin de llevarlo a comerciar al día siguiente al pueblo próximo.

La mesa se adornó con sus mejores galas de un mantel antes blanco que ahora lucía amarillentos tintes, pero que María Paz guardaba para ocasiones especiales como aquella.

Las delicias marinas, de las cuales Lázaro Sombra estaba ya al borde del hartazgo pero que en ningún momento se atrevió a rechazar por cortesía a su anfitriona quien en sus incansables esfuerzos se las seguía apañando para evitar que sus comidas fueran absorbidas por la monotonía, desfilaron por entre las ansiosas manos. Llenó su plato con rebosante alimento cada vez que lo hubo limpiado en interminable ciclo hasta que su estómago se sintió a punto de reventar como pocas veces en su vida.

La abundancia en la comida que afanosamente se intentaba llevar al hogar día con día no era algo que abundara en aquellos lares, por lo que la familia Paz debía apañárselas en ocasiones con lo poco que lograban rescatar de la tierra y el mar enfilando frecuentemente hacia la cama con los estómagos rugientes y vacíos. No fue sorpresa para Lázaro Sombra la entrega al frenesí que las hambrientas barrigas les condujeron en el instante mismo en que tomaron asiento.

La casa de la familia Paz era espaciosa, considerablemente mas grande que el lugar donde Lázaro Sombra se había establecido. El avejentado mobiliario consistía en un viejo colchón sobre una rechinante base con los resortes salidos donde descansaba el matrimonio por las noches y un par de colchonetas arrumbadas que los hijos despreciaban por preferir las siempre confiables hamacas que pendían del suelo justo sobre ellas.

Una antigua estufa sacada de otros tiempos y que aun funcionaba con petróleo abarcaba casi enteramente el rincón que hacia las veces de cocina. La mesa, el punto de reunión de la familia, era un trozo de madera despostillado en los extremos pero que con el mantel extendido sobre su superficie cumplía a cabalidad su cometido.

Una vez concluida su actividad, Lázaro Sombra se excusó agradeciendo infinitamente las atenciones brindadas pero externando sus intenciones de no abusar más de la hospitalidad de la familia para dirigirse en dirección a su propio techo.

La noche avanzaba y con ella el continuo zumbido de los insectos entre las hojas lo acompañó en su salida cargado con un paquete de alimento que María Paz se empecinó en otorgarle antes de su partida. Caminó por el sendero en la oscuridad solo interrumpida por el pálido brillo de la luna y las estrellas que destellaban como en ningún otro sitio que con anterioridad hubiera visitado.

Embelesado por la visión, se perdió en el hilo de sus pensamientos durante unos instantes, recordando tiempos perdidos y a la mujer a la que le habría encantado contemplar aquellos cielos, más no tardó mucho en su andar para percatarse que Dalila Paz venía siguiéndole muy de cerca los talones después de emplear la infantil pero hábil excusa de ofrecerle más café para acompañar sus recién otorgadas comidas.

Lázaro Sombra estuvo a punto de esbozar una sonrisa ante la insistencia de la joven y no le quedó más remedio que aceptar su compañía cuando le dio alcance, al menos durante lo que quedaba del viaje, pues tampoco había perdido enteramente sus modales.

Ambos sabían lo que se venia a continuación, como un silencioso presagio que se abalanzó de improviso sobre ellos en plena marcha. Ni bien habían puesto un pie en la madera se lanzaron el uno sobre el otro en éxtasis casi angelical que duró mas de la mitad de la noche.

El  final de Lázaro SombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora