La depresión, ese silencioso lamento que me carcome el alma, es una muerte en vida apenas percibida por quienes rodean al que sufre.
Es como un ocaso prolongado, donde cada día se desvanece la luz de la esperanza, dejando tras de sí un rastro de desesperanza que solo el afectado puede palpar.
En este sombrío viaje, la agonía no se manifiesta con gritos desgarradores ni lágrimas evidentes, sino con un dolor sordo y constante que va minando la vitalidad.
Cada amanecer se convierte en una batalla perdida, donde la simple tarea de levantarse se vuelve un acto heroico. La carga emocional se vuelve insoportable, y el corazón se sumerge en una melancolía profunda, como un pozo sin fondo donde la tristeza se acumula.
A medida que los días se deslizan hacia la oscuridad, la conexión con la realidad se desvanece, dejando al afectado atrapado en un laberinto de pensamientos autodestructivos.
La muerte física parece menos temible que la muerte en vida que la depresión impone. La soledad, aunque rodeado de personas, se convierte en la única compañera constante, y el aislamiento emocional se profundiza, como si el alma estuviera atrapada en un invierno eterno.
Los recuerdos felices se desvanecen, eclipsados por una neblina gris de desesperación. La sonrisa se convierte en un recuerdo lejano, y la risa, en un eco apagado que apenas se percibe. Cada intento de buscar la luz se ve frustrado por la sombra persistente que envuelve el ser.
Es una muerte silenciosa, la depresión, donde el sufrimiento queda camuflado tras una máscara de aparente normalidad. Pero en el interior, el individuo está inmerso en un duelo constante consigo mismo.
La muerte más dolorosa, la que se disfraza de vida, es esa que nadie nota, esa que devora la esencia misma del ser humano, dejando tras de si un eco desgarrador de lo que alguna vez fue.