En las sombras de la noche, mientras el eco de mis propias palabras resonaba en mi mente, repetía una y otra vez: "La vida sigue". Sabía que era mentira pero era una esperanza susurrada para convencerme de que el tiempo curaría las heridas, que el sol volvería a brillar.
Sin embargo, en la penumbra de mi habitación, me sumergí en la marea de la tristeza. Las lágrimas, silenciosas compañeras de mi desconsuelo, caían sobre la almohada como gotas de lluvia en un día gris.
Cada lágrima parecía llevar consigo un fragmento de la carga emocional que llevaba en el corazón. La cama se convirtió en mi refugio. A pesar de repetirme que la vida seguía, me di cuenta de que el tiempo no siempre actúa como un bálsamo mágico.
A veces, las heridas persisten, y la realidad se convierte en un peso que se arrastra con cada latido. Mi habitación se volvió testigo silencioso de mi vulnerabilidad, un espacio donde las emociones encontraron su expresión más cruda.
Cada suspiro resonaba con la melancolía de lo que fue y ya no sería. Las palabras de consuelo se perdían en la oscuridad, y las promesas de un mañana mejor se desvanecían en el eco de mi dolor.
Miientras me sumía en un mar de lágrimas creaba un contraste desgarrador. Quizás, en ese acto de llorar encontraba una forma de purificación, liberando el dolor acumulado.
Las horas pasaban en un lamento silencioso, y aunque la tristeza se aferraba a mi ser, también llevaba consigo la promesa de que, eventualmente, el sol volvería a brillar. Pero por ahora, en mi cama, la tristeza reinaba, y el consuelo de la mañana aún estaba lejos.