2. Confianza

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Nubes perezosas se movieron por el cielo, cubriendo por contados segundos los inclementes rayos del Sol y dando un pequeño respiro a las personas del pueblo de Tumbleweed. Algunos aprovechaban esos minúsculos momentos para seguir su camino, mientras que otros los tomaban para descansar, o para refrescarse. Aziraphale Heaven, en cambio, los usó para avanzar un par de pasos hacia donde estaba el motivo de sus preocupaciones.

Había escuchado muchas historias de forajidos, de bandidos, de los pistoleros que pululaban la zona del oeste. Pero en el este (de donde él venía), específicamente del pueblo de Saint Denis, cada vez era menos común ver a ese tipo de personas. De forma lenta, pero segura, los Estados Unidos empezaban a volverse un lugar de leyes. Aziraphale había querido creer que jamás tendría que tratar con ellos, pero la vida daba muchas vueltas y ahora tenía que pedirle ayuda a uno.

No le quedaba otra opción.

Tal y como había dicho el sheriff, no existía un mejor método para atrapar un criminal después de todo, ¿cierto? Si bien no le gustaba en lo absoluto tener que aliarse con un malviviente, la alternativa de quedarse sentado sin hacer nada era todavía peor y no podía permitirse eso.

Había hecho una promesa.

De forma pesada, bajó cada uno de los escalones que estaban en la entrada de la comisaría y avanzó hacia un costado de esta. Pasó cerca de la yegua azabache, hasta que por fin divisó la figura del hombre de negro, quien parecía estar muy concentrado eligiendo uno de los muchos carteles de búsqueda que estaban a su disposición.

Aziraphale se detuvo antes de llegar a su lado; lo veía desde lejos, de arriba abajo y a cada centímetro fue encontrándose con más motivos por los cuales debería desconfiar y alejarse de él.

Llevaba un cinturón de cuero negro, con la punta simulando el cascabel de una víbora, pintada en color rojo sangre como los otros detalles de serpientes que llevaba sobre las fundas de sus pistolas y su silla de montar. Aun así avanzó dos pasos. Aziraphale se sintió nervioso otra vez, era imposible que no fuera así y estaba intentando reunir el valor para hablarle cuando el otro se le adelantó.

—¿Qué clase de negocios puede tener un aristócrata inglés en un lugar como este? —le preguntó con curiosidad, apartando su mirada apenas un momento del tablero, para fijarla en el otro -o al menos esa impresión fue la que tuvo Aziraphale, porque llevaba encima sus lentes negros y era imposible saber si de verdad lo estaba mirando o no-.

La sorpresa fue obvia en el forastero.

—¿Cómo supo que soy inglés? —quiso saber, pues para él era la primera vez que alguien se lo decía tan directamente.

Pero la risa que soltó Crowley le hizo pensar que tal vez era más obvio de lo que creía.

—¿En serio? ¿Con tus ropas elegantes y tus rizos rubios? —se burló—. Amigo, si pretendías esconderlo, déjame decirte que has fracasado. Esa ropa no te ayuda en nada a pasar desapercibido.

Las mejillas de Aziraphale se pintaron de un rosa ligero y en su rostro se dibujó la indignación casi enseguida.

—¿Acaso pretende que me vista como pordiosero? ¡Tengo estándares! —reclamó, como si aquello fuera lo más obvio del mundo, algo esencial.

Crowley simplemente rió antes de regresar su mirada a los carteles. Aziraphale lo vio entonces estirar la zurda para tomar uno de ellos y supo que era ahora o nunca, porque de otro modo se iría y no sabía si volvería a verlo de nuevo. No tenía tanto tiempo como para esperar a que volviera de su siguiente cacería. Si esperaba más, se arriesgaba a que todo se complicara... y eso era lo que temía.

La idea le hizo estremecer.

—¡Espere! —lo llamó, nervioso, y cortó la poca distancia que quedaba entre ellos al avanzar hasta él—. Lo-Lo necesito —tartamudeó.

Sin Descanso para los MalvadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora