4. Socios

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La niebla los recibió cuando salieron del rancho de las Device.

Les fue imposible partir en la mañana como habían acordado y es que el tener una cama apropiada resultó tan tentador, que Aziraphale no fue capaz de resistirse. Despertó hasta después del mediodía y, entre alimentarse y preparar a los caballos, el día casi se acabó.

En ese momento, el cielo nublado hacía difícil calcular la hora, pero él suponía que ya no faltaba mucho para que cayera la noche y que por eso se sentía así de... inquieto. Y es que, para empezar, no le gustaba la oscuridad y menos cuando estaba moviéndose al aire libre por quién sabe dónde.

Además, la niebla era tan espesa, que apenas lograba ver un par de metros hacia enfrente y a cada segundo su mente le gritaba que algo iba a salir de ahí e iba a chocar contra ellos, o atacarlos, o asaltarlos. Por su propia calma, decidió mejor concentrarse en la compañía que iba a su lado cabalgando en silencio, pensativo, portando sus lentes oscuros incluso cuando no había razón para ello.

Aziraphale ya ni siquiera pensaba en protestar.

—Crowley —lo llamó y el otro hizo un sonido nada más, dejando en claro que lo estaba escuchando— Um... ¿te puedo hacer una pregunta?

—Esa fue una pregunta —respondió el otro y despegó sus ojos del camino sólo un momento para poder mirarlo, atento.

—¿Te puedo hacer otra pregunta? —insistió.

—Técnicamente esa- ah, ¿sabes qué? Sí, dime.

Sin embargo, a pesar de que él fue quien inició aquello, Aziraphale no encontró qué decir al instante.

Por supuesto que tenía muchas dudas, pero no creía que ya hubieran alcanzado ese nivel de confianza como para soltarle cosas como "¿por qué decidiste convertirte en cazarrecompensas?" o "¿cuántas personas has matado?" -aunque la verdad era que se moría de ganas por averiguarlo-.

Hubiera querido pensar en alguna interesante, pero la mirada insistente del otro lo puso nervioso y al final soltó lo primero que se le vino a la cabeza.

—Um... ¿cómo se llama tu yegua?

Fue claro, por la expresión de Crowley, que se esperaba cualquier pregunta menos esa. Aziraphale apartó la mirada y esperó el discurso que ya se sabía sobre cómo era una pérdida de tiempo cuestionar ese tipo de estupideces, pero para su sorpresa no llegó.

—Benley —respondió Crowley con una sonrisa, dándole un par de palmaditas suaves al animal— La tengo desde hace mucho. ¿Y tú? ¿Ya le elegiste nombre al tuyo? —le devolvió la pregunta, e hizo un ademán con la cabeza, señalando al caballo blanco— Te ha llevado en la espalda por varios días y tú sigues sin ponerle uno. Eres terrible —rió.

—Es que no sé de nombres de caballos —aceptó, de pronto sintiéndose culpable por ir montando a un animal así— Y mucho menos se me ocurre uno que sea digno de él.

—Cualquiera está bien —el de lentes se encogió de hombros— ¿O es que nunca tuviste uno? Pensé que todos los niños ricos de Londres recibían un caballo en su cumpleaños.

Aquella frase descolocó a Aziraphale.

—Primero, yo nací en Essex, y segundo, ¿quién te dijo eso? —negó— No; es decir, sí he tenido, pero ya todos estaban nombrados cuando llegaban a mí.

Crowley dio un suspiro. Miró hacia los lados y notó que empezaban a toparse con sauces y eneas. Luego, a sus oídos, llegó el sonido del agua corriendo. Seguramente estaban cerca del arroyo Stillwater.

—¿Por qué fuiste hasta Tumbleweed? —preguntó él de la nada, cambiando el tema de forma brusca— Si tienes pruebas, ¿por qué no fuiste con el sheriff de Saint Denis? Es el pueblo- no, la ciudad más grande del país —corrigió y volteó hacia Azira.

Sin Descanso para los MalvadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora