¿Hay una familia para mí? Parte 3

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Tigresa atravesó el campo con cansancio, ya llevaba cuatro días de viaje, sentía hambre como nunca en su vida. Había comido unas cuantas bayas que encontró en su camino, solo por eso no murió de inanición, pero nunca quedó saciada y su cuerpo se estaba debilitando.

Si seguía así pronto iba a morir, tal vez era lo mejor, nadie la quería, no había un hogar para ella, era obvio que nunca tendría una familia.

Se limpió las lágrimas que esos pensamientos le habían causado y continuó su trayecto por la pradera. Después de horas halló una ruta de tierra, avanzó por esta y llegó a una comunidad oculta entre colinas. El lugar era una villa próspera, tenía las calles adoquinadas, casas grandes y coloridas, negocios opulentos, había mucha gente y todas usaban ropa lujosa.

El aroma a comida de un puesto la hizo salivar, pensó en entrar, robarse un plato de comida y salir a toda prisa, pero no lo hizo, en las calles había siempre dos guardias con sus cascos, armaduras y lanzas vigilando los alrededores.

Tigresa contuvo su hambre y exploró la villa, esa gente se veía feliz, sana y con buena vida, tal vez entre ellos habría alguien que la quisiera y le diera un buen hogar. Fue una tonta por pensar eso, toda la gente la miraba con repulsión y se alejaban de ella. Incluso hubo unos que amenazaron con golpearla si se les acercaba demasiado. La trataban como si fuera una rata llena de enfermedades.

Tigresa soltó un suspiro triste, ni siquiera en ese lugar rebosante de recursos y gente había alguien que la quisiera. Siguió caminando, cabizbaja, y otra vez el aroma a comida punzó su estómago. A su lado había una tienda grande que poseía decenas de canastos, cada uno repleto de diferentes productos: champiñones, repollo, almendras, bayas, mandarinas, naranjas, cañas de azúcar, dumplings, pan chino e incluso rollitos de primavera y bolitas de pollo frito.

Su boca salivó, cerró y abrió las manos inquieta, miró alrededor, no había guardias a la vista, vio el interior de la tienda, el encargado era un señor de avanzada edad que no podría alcanzarla, tal vez podría robar sin ser atrapada.

Mientras pensaba eso tres chicos más grandes que ella y con aspecto igual de andrajoso ingresaron al local, tomaron entre sus manos todo lo que pudieron y salieron a toda prisa. 

—¡Vuelvan aquí malditos niños! ¡Guardias! —gritó el anciano.

Los chicos ya se habían alejado por la calle, Tigresa los siguió, los jóvenes la notaron, serpentearon entre las casas, se metieron por callejones angostos, saltaron obstáculos pero Tigresa siempre estuvo unos metros tras ellos.

De pronto el chico mayor, de unos quince años, quien se la rebasaba por más de diez centímetros, se detuvo y la encaró. 

—¿Quién eres tú? Vete, no vamos a darte de nuestra comida.

—No quiero su comida —su estómago gruñó contradiciendo sus palabras, ella se ruborizó de vergüenza.

Los chicos se rieron a carcajadas, Tigresa mostró los dientes y se puso en guardia, el chico mayor le entregó la comida que había robado a uno de sus amigos y también alzó los puños.

—No creas que no voy a golpear a una niña, no tengo problemas con eso.

—Pues yo tampoco tengo problemas en golpear a un tonto —gruñó Tigresa.

Antes de que cualquiera lanzara el primer golpe dos guardias a la distancia los señalaron.

—Ustedes, pequeños ladrones, entreguen todo lo robado.

—Maldición —se quejó el chico mayor y juntó a los demás renovaron su huida.

Tigresa los siguió, ellos se fueron por lugares difíciles de cruzar para un adulto, los guardias los perdieron de vista y ellos continuaron huyendo hasta llegar a un barrio en un extremo de la villa, asentado sobre la falda de una colina. Esa zona tenía gente de aspecto cansado y desanimado y casas viejas y maltratadas. Los chicos entraron a una casa abandonada que usaban de refugio. Tigresa entró tras ellos y notó que había al menos otros cinco niños en ese hogar, más pequeños que los que había perseguido.

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